¿Debe pegar la profesora a una niña de ocho años que pinta una banderita española en el mural del aula? La respuesta a esta incómoda pregunta, larga cambiada, nos la da el comisario político del batallón de las Waffen SS que protagoniza la película rusa «Masacre”. Por supuesto, la respuesta es sí. “Sobre todo los niños… hay que acabar con los niños primero que nadie”. En el caso de la invasión alemana que retrata el filme, la respuesta es literal, en el de la pregunta, metafórica.
“Masacre” es una película brutal, enfurecida, que deja al espectador sin aliento. Los protagonistas, dos hermanitos, cruzan pueblos y aldeas devastados por la guerra custodiando una vaca. Es un retablo abigarrado, barroco y surrealista del paroxismo de la locura humana entre bombazos, incendios y escenas atroces. Se topan con una unidad alemana que arrasa como una apisonadora cuanto se cruza en su camino. El oficial al mando dirige la dantesca matanza desde el asiento de un sidecar con su mascota al hombro: una zarigüeya. “Yo también soy abuelo”, balbucirá en un desesperado e inverosímil intento por salvar la vida. La peor alimaña de todos es el guía, un «hiwi» ucraniano de uniforme negro. Pero la respuesta categórica la da el comisario político cuando, una vez rodeados y rendidos por los partisanos, le preguntan por qué en su periplo homicida han asesinado a tantos niños.
Dice con razón Antonio Robles que los profesores y los periodistas son la punta de lanza del régimen nacionalista. La suya es la versión correcta del “ejército desarmado” de Cataluña que el “sonderkommando” Vázquez Montalbán, creador del “pujolismo-leninismo”, atribuía al Barça en exclusiva. Profes y periodistas tienen encomendada la sagrada misión del adoctrinamiento, capital para cimentar el edificio en construcción. Necesarios para que los niños, los primeros, y la opinión pública, los segundos, no queden fuera del círculo de confianza. Y los niños, antes o después, habrán de diferenciarse, de “extrañarse” de sus mayores, de aquellos adultos que no han sido aún captados, “naturalizados”… y el paso, ese “salto adelante”, ya sin tutor, solo lo podrán dar esos chicos al tiempo que se aplican mejunjes en la cara para combatir el acné juvenil.
El comisario político, un hombre joven y de aspecto aseado, con la expresión dura del individuo fanatizado, responde categórico, sin temor, inamovible de sus ideales ante el lance inminente de la ejecución: “Sobre todo no podemos dejar niños atrás. Los hijos de nuestros enemigos serán nuestros verdugos mañana. Nos odiarán por lo que hacemos a sus padres. Han de morir todos”.
Hay, pues, que matarlos o, en su caso, ablandarlos a martillazos sobre el yunque para darles forma. Nos escandaliza que un docente le atice a un niño por la razón que sea, y la incalificable agresión perpetrada en un colegio de Tarrasa, acaso le ha cortado la respiración, o cuando menos ha incomodado por contraproducente, a muchos nacionalistas convencidos. Según que excesos truecan fácilmente en mala publicidad para la causa. Pero hay que hacerlo. Las autoridades sectoriales se han apresurado a respaldar a la profesora y, como era previsible, es la niña la que ha cambiado de colegio, quedando la agresión encapsulada en el limbo vaporoso de los expedientes disciplinarios a corregir mediante la simbólica sanción… de un ascenso o de un destino blindado en las oficinas de la Consejería, ya sin niños delante y a mano de sus manos largas.
La nación es la excepción, fundamentalmente para quienes la nación es aún un deseo. Debemos afrontar en su nombre, para convocarla, para hacer de la nación imaginada una realidad tangible, incluso aquello que en circunstancias normales jamás haríamos, pero llenos de coraje, de agallas, para no retroceder por escrúpulo moral ante lo que nos repugna. ¿Nos va a detener el lloriqueo de una niña malcriada y envenenada por sus padres?
No se debe pegar a un niño. El abuso físico de un adulto contra una criatura de corta edad, indefensa, es una canallada y la peor bajeza… aunque se puede, como se puede pegar fuego a un bosque o atracar una farmacia con una recortada. En cambio, esa profesora, y aquellos de entre sus compañeros que avanzan en descubierta, saben que pegar a un niño, llegado el caso, se puede… Y SE DEBE.