Masacre (I)

¿Debe pegar la profesora a una niña de ocho años que pinta una banderita española en el mural del aula? La respuesta a esta incómoda pregunta, larga cambiada, nos la da el comisario político del batallón de las Waffen SS que protagoniza la película rusa «Masacre”. Por supuesto, la respuesta es . “Sobre todo los niños… hay que acabar con los niños primero que nadie”. En el caso de la invasión alemana que retrata el filme, la respuesta es literal, en el de la pregunta, metafórica.

“Masacre” es una película brutal, enfurecida, que deja al espectador sin aliento. Los protagonistas, dos hermanitos, cruzan pueblos y aldeas devastados por la guerra custodiando una vaca. Es un retablo abigarrado, barroco y surrealista del paroxismo de la locura humana entre bombazos, incendios y escenas atroces. Se topan con una unidad alemana que arrasa como una apisonadora cuanto se cruza en su camino. El oficial al mando dirige la dantesca matanza desde el asiento de un sidecar con su mascota al hombro: una zarigüeya. “Yo también soy abuelo”, balbucirá en un desesperado e inverosímil intento por salvar la vida. La peor alimaña de todos es el guía, un «hiwi» ucraniano de uniforme negro. Pero la respuesta categórica la da el comisario político cuando, una vez rodeados y rendidos por los partisanos, le preguntan por qué en su periplo homicida han asesinado a tantos niños.  

Dice con razón Antonio Robles que los profesores y los periodistas son la punta de lanza del régimen nacionalista. La suya es la versión correcta del “ejército desarmado” de Cataluña que el “sonderkommando” Vázquez Montalbán, creador del “pujolismo-leninismo”, atribuía al Barça en exclusiva. Profes y periodistas tienen encomendada la sagrada misión del adoctrinamiento, capital para cimentar el edificio en construcción. Necesarios para que los niños, los primeros, y la opinión pública, los segundos, no queden fuera del círculo de confianza. Y los niños, antes o después, habrán de diferenciarse, de “extrañarse” de sus mayores, de aquellos adultos que no han sido aún captados, “naturalizados”… y el paso, ese “salto adelante”, ya sin tutor, solo lo podrán dar esos chicos al tiempo que se aplican mejunjes en la cara para combatir el acné juvenil.  

El comisario político, un hombre joven y de aspecto aseado, con la expresión dura del individuo fanatizado, responde categórico, sin temor, inamovible de sus ideales ante el lance inminente de la ejecución: “Sobre todo no podemos dejar niños atrás. Los hijos de nuestros enemigos serán nuestros verdugos mañana. Nos odiarán por lo que hacemos a sus padres. Han de morir todos”.

Hay, pues, que matarlos o, en su caso, ablandarlos a martillazos sobre el yunque para darles forma. Nos escandaliza que un docente le atice a un niño por la razón que sea, y la incalificable agresión perpetrada en un colegio de Tarrasa, acaso le ha cortado la respiración, o cuando menos ha incomodado por contraproducente, a muchos nacionalistas convencidos. Según que excesos truecan fácilmente en mala publicidad para la causa. Pero hay que hacerlo. Las autoridades sectoriales se han apresurado a respaldar a la profesora y, como era previsible, es la niña la que ha cambiado de colegio, quedando la agresión encapsulada en el limbo vaporoso de los expedientes disciplinarios a corregir mediante la simbólica sanción… de un ascenso o de un destino blindado en las oficinas de la Consejería, ya sin niños delante y a mano de sus manos largas.

La nación es la excepción, fundamentalmente para quienes la nación es aún un deseo. Debemos afrontar en su nombre, para convocarla, para hacer de la nación imaginada una realidad tangible, incluso aquello que en circunstancias normales jamás haríamos, pero llenos de coraje, de agallas, para no retroceder por escrúpulo moral ante lo que nos repugna. ¿Nos va a detener el lloriqueo de una niña malcriada y envenenada por sus padres?

No se debe pegar a un niño. El abuso físico de un adulto contra una criatura de corta edad, indefensa, es una canallada y la peor bajeza… aunque se puede, como se puede pegar fuego a un bosque o atracar una farmacia con una recortada. En cambio, esa profesora, y aquellos de entre sus compañeros que avanzan en descubierta, saben que pegar a un niño, llegado el caso, se puede… Y SE DEBE

Mesalina vs Escila

José Zaragoza, fontanero-jefe del PSC, muñidor de turbias maniobras, gestor de microfonías en “La Camarga”, ha declarado, postrimerías del año 2019, “que se siente más cómodo negociando con ERC que con el PP”. Causa cierto desánimo que un destacado dirigente de un partido que por alguna razón ignota hay quienes cuentan aún en las filas del constitucionalismo, se pronuncie públicamente en esos términos. Y eso tras la participación de ERC, a través de sus cargos electos y medios materiales en el gobierno regional, y de su estructura de partido y militancia, en un movimiento insurreccional contra la legalidad vigente que podría tipificarse de golpe de Estado (si bien el Tribunal Supremo ha definido en sentencia el episodio como mera “ensoñación” sediciosa, con sus insignes Señorías siempre al quite de promociones profesionales y dispuestos a “ensuciar la toga con el polvo del camino”, augural divisa de quien fuera Fiscal General, Conde-Pumpido… “tu quoque, Marchena).

La predilección por ERC de Zaragoza, mano derecha del danzarín Iceta (“ni una mala palabra, ni una buena acción”), lo que son las cosas, conecta a través del tiempo con una vergonzosa y claudicante comparecencia de Rodríguez Ibarra, otrora apodado “el Bellotari”, en un programa de TVE , “Las cerezas”, presentado por Julia Otero. Noviembre de 2004. Para situarnos: un año después de que Carod Rovira, presidente en funciones del gobierno tripartito (PSC-ERC-ICV) por ausencia de Maragall (*), pactara en Perpiñán con la cúpula de ETA el cese de atentados en Cataluña a cambio de que la cámara regional propiciara un nuevo estatuto que fracturase la soberanía nacional. Y, otrosí, unos meses tras el atentado del 11-M, en vísperas de una jornada de reflexión y que contribuyó a un drástico vuelco electoral que no preveían las encuestas de aquella hora, y del subsecuente ascenso del candidato respaldado por el PSC, Rodríguez Zapatero, a la Presidencia del gobierno… hoy ocupado en labores de mayordomía bolivariana generosamente remuneradas.

Rodríguez Ibarra ungió a subalternos lametones, ante las cámaras, los pinreles de Carod Rovira… el mismo Rodríguez Ibarra que clama y se desgañita junto a un coro de veteranos dirigentes del PSOE contra la política de alianzas del PSOE actual con lo “mejor” de cada casa para facilitar la investidura de Pedro cum fraude Sánchez -lo mismo Bildu (antes Batasuna), que ERC, PNV, los podemitas, las diferentes marcas del separatismo catalanista en Valencia y Mallorca, el diputado “gaitatzale” del BNG, pronúnciese “be-ene-gé”, que la última efervescencia cantonalista de Teruel y Calahorra Existen (**)-.

El interfecto, exponente del llamado socialismo cejijunto “de Puerto Hurraco” frente al socialismo “federalista y asimétrico”, confesó “que se sentía la mar de cómodo con Carod Rovira” y “que antes invitaría a éste a su casa que a los dirigentes del PP”. Cierto que por entonces ERC no había protagonizado una “ensoñación sediciosa” como la del “proceso” con su liquidación de la legalidad parlamentaria, su referéndum ilegal y su proclamación unilateral de independencia, pero no está nada mal para completar su dilatada hoja de servicios (iniciada ya con rutilante esplendor en octubre de 1934) llegar a una “entente cordiale”, Perpiñán, con la banda terrorista que ha perpetrado el mayor y más sangriento atentado de la historia de Cataluña, Hipercor, año 1.987.  

Sea lo que pase y pase lo que sea, poniendo su honra en holganza, los dirigentes del PSC (y de su franquicia carpetovetónica, el PSOE) siempre acaban estando más a gustito con ERC. No falla. Se repite la Historia una vez y otra. Lo mismo da que pacten con ETA o promuevan un golpe de Estado siquiera en fase “ensoñadora”. Siempre están dispuestos a hacernos creer que ERC es lo mejor para España y que SM el Rey Felipe VI convocó aquel día a los españoles, 3 de octubre de 2017, porque andaba regulín de los nervios y no se había tomado su “tranquipasti” matinal, confundiendo “ensoñaciones” con asonadas.

“Zaragoza vs el “Bellotari” Rodríguez Ibarra” recuerda en cierto modo a aquel duelo en la cumbre de la molicie carnal entre Mesalina, la esposa del emperador Claudio, y Escila, la ramera siciliana, a mil sestercios el gladiador desarmado, un OK Corral entre sábanas que nos regaló aquella estupenda teleserie de la BBC, “Yo Claudio”, magistralmente interpretada por Derek Jacobi y John Hurt, basada en la novela de Robert Graves. A tragaderas, glu-glu, a ver quién gana. Hay quien dirá que el sibilino Zaragoza no tiene el menor empacho en manifestar su “comodidad” a la vera, a la verita tuya de ERC, en tanto que la facción del “barón” extremeño, ya jubileta e irrelevante, no tenía más bemoles que dar su pláceme a aquel enjuague, entonces, de imprevisibles consecuencias. En todo caso, de motu proprio o a regañadientes, acaban por hacer siempre lo mismo, dar respiración asistida a los malos cuando, convertidos en la irrisión de medio mundo, corrían alocadamente para estrellarse contra un muro con la determinación de un piloto kamikaze embalsamado en MDMA.

Me viene a las mientes la madre de Joseba Pagazaurtundúa cuando dijo, dirigiéndose a los gerifaltes del PSE (“Pachi” López y Jesús Eguiguren), tras el asesinato de su hijo a manos de ETA, aquella frase que deberíamos esculpir en piedra pues es una de las sentencias más descriptivas del lado oscuro del último cuarto de siglo de nuestra Historia: “Diréis (y haréis, añado) cosas que nos helarán la sangre”.

(*) Maragall deambulaba medio “cocido” por el lejano Oriente, parada en Macao, posando con una banderita estrellada junto a la selección catalana de hockey sobre patines que competía en un mundialillo serie B frente a Mongolia Ulterior y la Cochinchina. 

(**) El cenutrio de las anchoas, por una vez, se quitó de en medio a última hora.        

Complejo «Genet»

Como en tantas otras cosas, en una conducta tan reprobable moralmente como novelesca, la traición, hay grados. No es lo mismo delatar un comercio que tiene el frontis su rótulo en español, práctica a la que por fanatismo y militancia, está enganchado Santiago Espot, dirigente de Catalunya Acció (que unos días atrás denunció a un dependiente de El Corte Inglés por no atenderle en catalán… en eso ha consistido su última hazaña), que dar nombres de correligionarios de la resistencia porque en sórdidas mazmorras los malos te aplican descargas eléctricas en el pito o te abrasan las carnes a fuego de soplete. En realidad, el caso «Espot» no entraría, in stricto senso, en la categoría de traición, pues ésta se promueve contra los propios en favor de otros, los adversarios, y, en cambio, el interfecto considera que sus denuncias combaten el mal representado por sus odiados enemigos. En todo caso, el «merodea-comercios» Espot ingresa por derecho en la categoría de «chivato», por chivarse de… eso sí, un chivato deslenguado y productivo pues se jacta de haber perpetrado más de tres mil denuncias ante la Agència Catalana de Consum que, para tranquilizar su conciencia, reviste de supuesto civismo: «Yo me limito a cumplir la ley». Y, ciertamente, esa birria de ley existe, claro que en una sociedad que no es mucho mejor que las leyes que la rigen. También tuvo rango de «ley» denunciar a quienes acogieran a refugiados judíos o lapidar hasta la muerte a mujeres adúlteras.

En la Historia de España, tan densa y manicomial, y por ello tan atractiva (tanto como desconocida por sus nacionales), hay traidores para dar y tomar. Ahí están los lusitanos que entregaron a Viriato. Bellido Dolfos, hijo de Dolfos Bellido. El conde don Julián, gobernador bizantino de Ceuta, enojado por la afrenta del godo don Rodrigo a doña Florinda, su hija, de quien hace encendido elogio, cómo no, Juan Goytisolo… la partida witiziana y el obispo don Opas. Antonio Pérez del Hierro, secretario de cámara de Felipe II. El corrupto duque de Lerma. Máximo Gómez, el general tránsfuga que dirigió a los insurrectos cubanos contra las tropas españolas. O el teniente coronel Francisco Maciá (más tarde, Francesc)… y así hasta llegar a Zapatero, en la actualidad sicario del tirano bolivariano Nicolás Maduro y panegirista del terrorista no arrepentido Arnaldo Otegui, alias «el Gordo», que participó en el secuestro del empresario Luis Abaitua (y que fue relacionado también con otros hechos criminales, como el secuestro fallido del ponente constitucional y diputado ucedista Gabriel Cisneros).

Cierto que Zapatero, se dirá, no traicionó a España, pues no hay traición en atacar aquello que se odia, pero por la relevancia del cargo ocupado se podría concluir que traicionó a los españoles, cuando menos a aquellos que no reniegan de la idea de España y de su sentimiento de pertenencia nacional. En definitiva, para cometer traición es inexcusable tener o abrazar principios que traicionar. Por es me pregunto si Pedro Sánchez es un traidor, según ha manifestado recientemente el general retirado Fulgencio Coll. El mismo Pedro Sánchez que un día comparece ante su auditorio acompañado de una enorme bandera rojigualda, y otro propicia pactos de investidura con los declarados enemigos de España, sin excluir siquiera de la ronda consultiva a los diputados de Herri Batasuna (ahora Bildu)… esos que brindaban con champán cada vez que ETA le descerrajaba un tiro en la nuca a un concejal socialista. ¿Principios?… Pedro Sánchez, el insubsistente, no ha dad muestra inconcusa de tener alguno. ¿A qué o a quiénes traiciona si nada reconocible defiende?

La traición que se comete sin necesidad, por gusto, y por raro que parezca, quizá esté tipificada en un manual de psiquiatría como un extravagante síndrome. Uno de esos enrevesados complejos que afectan a contadísimos casos y que un buen día etiquetó para la posteridad un estudioso discípulo de la escuela de Adler, especializada en trastornos infantiles que asoman luego en la edad adulta. A saber. Ignoro si lo hay, pero, por mi cuenta y riesgo, llamo a esa traición gratuita, y sin recompensa, siquiera un bote de aceite o una pastilla de jabón en aperreados tiempos de guerra, «complejo Genet«, por Jean Genet, cultivador del malditismo y autor de una obra tan estimable como «Diario de un ladrón», parte de cuya acción transcurre en Barcelona.

Genet nos habla en ella del placer intenso, entre sórdidas andanzas y felonías, del estremecimiento íntimo, casi orgásmico, que provoca la ceremonia de la traición en el espíritu atormentado de esas personas que viven instaladas en un equilibrio precario, como funambulistas, siempre en el filo de la navaja, incomprendidos outsiders. Personas esquivas a las convenciones mayoritarias y en cuyo vocabulario no figura la palabra decoro, pues éste no es un lujo a su alcance. Cuanto más íntimo, más cercano es el amigo traicionado, mayor es la sacudida de placer experimentada por el vil traidor. Como en esas descargas de adrenalina que acompañan la práctica de deportes de alto riesgo. En el «complejo Genet» late la fascinación del mal. Saber que, en toda ocasión eres un miserable, pero un miserable colosal sin propósito de enmienda, sin la comezón moral del escrúpulo y del arrepentimiento por el daño causado. La traición por la traición… o la traición considera como una de las bellas artes.

PS.- Dolors ya no está entre nosotros. Pocos días antes de Nochevieja me encontré a su familia desayunando al solecito en una cafetería de la avenida Mistral, pues hemos disfrutado de unas Navidades casi primaverales, al menos por estas latitudes. Eché en falta a la anciana sentadita en su silla de ruedas engalanada siempre con una banderita estrellada. Le faltó poco para ver a Junqueras salir de prisión (Dolors en «104 años»).

ADN («la peau douce»)

Para sorpresa de muchos el ADN ha tenido notable protagonismo en la política reciente de nuestra asendereada Cataluña. Se ha hablado mucho de tan enrevesado y helicoidal asunto. Es sabido que Quim Torra sostiene que «los españoles tienen un bache en el ADN» y que «los catalanes que hablan español hablan la lengua de las bestias taradas», elaboradísimo juicio que la ONG autodenominada SOS Racisme, inquirida al efecto, y al poco de ocupar Torra la presidencia del gobierno regional, declinó censurar, pues no vio en ello materia siquiera moralmente punible. Por su parte Oriol Junqueras, dirigente de «un partido progresista» en opinión de Pedro Sánchez y de Josep Maria Àlvarez, Secretario General de UGT (nacido José María), nos iluminó a todos dando una lección magistral de antropogenética atinente a colectivos humanos que podríamos definir de corte «racial». Junqueras, aún entre rejas por un delito de sedición, pero negociando con Iceta en la sala de los «vis à vis», ahí es nada, la formación del gobierno nacional, excretó un meritorio «los catalanes tenemos el ADN más parecido al de los franceses que al de los españoles».

Al quite de esas ponderadas manifestaciones sobre los obtusos secretos del ácido desoxirribonucleico, uno de los rostros (blindados) más famosos de TV3, Quim Masferrer, tuvo a bien traducirlas al llano entendimiento del común de los mortales llamando a los españoles «panda de mangantes, sarnosos y cabrones de mierda»… manjar exquisito que los interesados podrán degustar atónitos, pero con la fruición de un sátrapa persa, acudiendo a You Tube. Discurso tribunicio de calidad excelsa por el que fue recompensado con la retransmisión de las campanadas de Nochevieja en la citada cadena.

Se nos ha dicho desde las más reputadas instancias científicas, acaso para bajarnos los humos, que compartimos nuestro recetario genético casi en un 99% con especies tan dispares y poco refinadas como la mosca del vinagre o el gorrino que alegremente hoza entre malolientes desperdicios.

Los episodios reseñados acreditan que el supremacismo catalanista apenas se ha movido una coma desde los desvaríos fundacionales del romanticismo decimonónico y racista que impregna las elevadas cavilaciones de autores como Pompeyo Gener, uno de mis favoritos. Memorables aquellas sentencias suyas en las que afirma campanudamente que «los ojos negros de los catalanes no son del negro que en los demás pueblos de España» y que los «mesetarios» son torpes para el pensamiento, «pues al estar Castilla muy alta, la ausencia de helio provoca una deficiencia nutricional en el cerebro» (lindezas recogidas en «Historias ocultadas del nacionalismo catalán», de Javier Barraycoa). Gener i Babot, Pompeyo, dispone, y no es una coña marinera, de plaza dedicada, véase el callejero local, en la Barcelona, otrora cosmopolita y ahora palurda y multicultural, de la alcaldesa Colau. Esa obsesión «pompeyana» por los ojos homologados nos recuerda al dictador croata Ante Pavelic, jefe de la Ustacha, que en su despacho tenía, según cuenta Curzio Malaparte en su dantesco reportaje «Kaputt», un saco repleto de ojos de chetniks serbios. Unos 20 kilos de ese artículo extravagante… extraídos de uno en uno con la cucharilla de remover el cafelito.

Nuestro supremacismo localista, rancio y antañón, nos remite, casi un siglo y medio más tarde, a los delirios de la antropometría craneal del andariego doctor Robert, no habiendo superado, pues, esa fase demencial anclada a baremos anatómicos. A su lado una premisa clasificatoria típica del franquismo, la división entre «buenos y malos españoles» que, por interesar a un concepto de apariencia moralizante, aunque no en estricta relación a la conducta y a los valores cívicos del individuo, sino al grado de identificación con la idea de España, es una ñoñería fifí de solterona timorata al lado de las disertaciones genetistas, de trinchera, como de precursores del perturbado doctor Vergerus (uno de los protagonistas de «El huevo de la serpiente»), de los próceres del catalanismo enragé.

Si los malos contaran en plantilla con un alumno aventajado de Mengele, podría experimentar en su laboratorio, subvencionado a todo lujo cual capitoste de Òmnium, la ANC o de Plataforma per la Llengua, rodeado como un alquimista de retortas, potecillos, matraces y microscopios, hasta dar con la fórmula del ADN filosofal: una muestra-piloto de la flor y nata del ADN nativo, la quintaesencia más delicada de las células aborígenes… imagínense, material combinado de Pilar Rahola, Nùria Feliu, Ada Colau y Clara Ponsatí, entre otras muchas aportaciones. El resultado, según Oriol Junqueras, dada nuestra vecindad genética con la propia de «las madamas de la Francia» (que diría Rubén Darío en uno de sus versos modernistas), bien podría ser el que sigue. Insisto, cierren los ojos para mejor paladear la imagen divina de «la» Rahola, «la» Feliu, «la» Colau o «la» Ponsatí… y de Marta Rovira y Anna Gabriel, ésta última antes de retocarse el flequillo en la «pelu», la «cupaire» exiliada en Suiza y a la que todos ubicamos por error faenando de sol a sol en la zafra de la caña de azúcar de la Cuba castrista, alistada en una brigada de voluntarios extranjeros. Todas ellas transfundidas en una. El ADN de las donantes enumeradas febrilmente agitado en una coctelera. A continuación, asistan patidifusos al hipotético resultado de esa sublime mezcolanza. La señorita-probeta, precipitado genético de damas tan distinguidas, interpreta una lisonjera melodía donde afirma disponer, sensualísima y coqueta, de una piel de lo más suavecita… y yo me creo a esa criatura. Qué ADN el suyo. Alizée y Tolerancio les desean unas felices fiestas de Navidad y un próspero Año Nuevo.

Kumiko y Maylin cara a cara

Kumiko es un encanto de criatura. Una monada. La encontré en mi barrio. La niña subía por el Paralelo rumbo a plaza de España para asistir a una de tantas concentraciones separatistas. No recuerdo si una convocada contra la aplicación del artículo 155 o para pedir la excarcelación de los Jordis, que formarán uno de esos grupos de rumba penitenciaria, Los Yordis, tipo Los Chavis, Los Chichos, míticos e irrepetibles, o Los Chunguitos que, con sus casetes expuestos en las gasolineras, hacen las delicias de un público selecto… Me hiciste una DUI sin decirme adiós, ay qué dolor…

Kumiko significa en chino «niña de eterna belleza». En realidad no sé cómo se llama (lo de Kumiko es un purparlé), acaso Aina, Aloma o Elna. La bandera estrellada a su espalda la convertía en una fugaz superheroína de ojitos rasgados de nuestro inflamado nacionalismo aborigen. Se la veía entusiasmada, junto a sus padres, camino de la verbena patriótica. Kumiko es una de esas niñas chinas adoptadas de un tiempo a esta parte por parejas occidentales. Me pregunté… ¿Seré un extranjero para Kumiko? ¿Un mal catalán?… Ella iba camino de la mani y yo del estanco, en direcciones opuestas…

Unos pocos días después, 8 de octubre, me topé con otra niña graciosa y simpatiquísima de ojitos rasgados. Con Maylin, que del chino se traduce por «jade precioso». Di con ella en las inmediaciones de Arco del Triunfo, camino de la Estación de Francia, donde Vargas Llosa se dirigiría desde el estrado a los manifestantes… a los que regañó Josep Borrell por gritar ¡Puigdemont a prisión!

Se me antojó Maylin un diamante de sonrisa resplandeciente entre miles de personas. Maylin, que acaso se llame Aina, como Kumiko, Julia o María del Pilar, se pintó en las mejillas los colores nacionales y la bandera de España, anudada al cuello, caía sobre su espalda como un armiño dinástico. Maylin es otra de esas niñas adoptadas.

Al verla, me acordé al momento de Kumiko. Las dos se movían de manera grácil, propia de la edad innúbil… no eran dos de esas chinitas que pintaban antaño, llorando las pobres por culpa de un vendaje compresivo en los pies para que, siendo adultas, calzaran unos zapatitos de juguete. Ni su dieta, al decir de tópicos insidiosos, se compone de sopas inmundas y de huevos podridos de golondrina, sino de pizzas al gusto y de hamburguesas con salsa de kétchup. Y pensé… ¿Serán una y otra extrañas… extranjeras entre sí?

Acaso procedan ambas de la misma región, de Hebei o de Guandong, del mismo orfanato y adoptadas por las mismas fechas. ¿Qué sucedería si las colocáramos cara a cara, como si una fuera la imagen de la otra, la imagen que devuelve un espejo malicioso? Kumiko y Maylin del brazo y de tiendas por Puerta del Ángel. Qué lío y cansancio con la plúmbea monserga de la construcción de identidades. ¿Qué pasaría por sus lindas cabecitas, me pregunto, de toparse cara a cara ataviadas con sus banderas antagónicas? ¿Reconocerían una en la otra una sustancia común?… Nos pasaremos vidas enteras dirimiendo qué somos y a nadie le importará cómo somos.

Petomán (a Quim Torra)

Por la gravedad del asunto tratado y la calidad del eximio personaje este comentario tendrá una extensión mayor de la habitual.

Me avergüenza profundamente hablar de flatulencias. Muy al contrario, en estos tiempos tumultuosos de hábitos burdos y soeces donde el estilo consiste ya no «en ser catalán», como afirmara en su día Roca Junyent, sino en la ausencia de todo vestigio de tal, los chistes y alusiones a ventosidades, incluso en programas TV de máxima audiencia, ítem más, a las funciones eliminatorias del metabolismo más productivas, gozan de gran aceptación. Basta que un invitado diga en una entrevista televisada en «prime time» que se «descome» por tal o cual motivo para que el presentador aplauda su vulgar ocurrencia y el público estalle en una risotada unísona. ¿Por qué de ése éxito? Quizá porque esa función, la expulsión de gases por el tracto rectal, mandato imperativo de la biología, a todos nos iguala y consuela a la parte mala del pueblo llano («sans-coulottes» y chequistas) del resentimiento que le inspiran las clases pudientes, la gente elegante, la flor y nata de la gran sociedad. Es el efecto democratizador de la aerofagia, pues que todos la replican, lo mismo el Papa de Roma, los reyes, la nobleza, que los pinchaúvas, rufianes y menesterosos.

Quim Torra, un señor que por un desconcertante capricho del destino ocupa el cargo de presidente del gobierno regional, recientemente «aireó» en un mitin ante su entregado y selecto auditorio, cuál sería su respuesta en calidad de inculpado en una vista a celebrar en el TSJC… acusado de desobediencia a la Junta Electoral Central que le instaba a retirar de la balconada del palacio de San Jaime una pancarta solidaria con los reos finalmente condenados por sedición, entendiendo la JEC que dicha pancarta atentaba contra el principio de neutralidad exigible a una institución representativa de toda la ciudadanía.

Torra confesó a los presentes, esbozando una risilla traviesa, por lo bajini, que recién «venía de Bescanó de zamparse una contundente ración de butifarra con judías», ornato gastronómico de esa comarca, y que según fueran las preguntas de los magistrados, sus respuestas «saldrían por un lado u otro». Textual. Quien no lo crea que revise esa escena, grotesca e imperecedera a partes iguales, en la videoteca de You Tube. Recuerdo no pocas comilonas familiares en «El Bescanoní», un sencillo figón de los de antes, tras una caminata pintiparada para despertar el apetito por la arbolada senda llamada de Les Deveses, imposible de transitar en la actualidad sin exponerse al arrollamiento por pelotones de ciclistas que la recorren a toda pastilla. Y, así es, le concedo al señor Torra que en Bescanó las raciones siempre fueron abundantes, contundentes.

Causa extrañeza que Quim Torra, culmen majestalicio de la evolución de la especie humana, e impregnado de la infusa sapiencia antropológica de las más sublimes plumas del catalanismo del XIX (tipo Pompeyo Gener y otros chiflados con placa en el nomenclátor urbano de Barcelona), haciendo de todo un Sabino Arana un apóstol del ecumenismo, dijera «que los españoles tienen un bache en el ADN»… cuando, para referirse a sí propio, retrata con exactitud la sencilla morfología de un anélido, esa criatura vermicular de elemental fábrica consistente en un tubito alargado con aberturas en los extremos, una por donde entra el alimento y otra por donde sale. E incluso los hay que sólo disponen de una, por lo que todo cuanto entra, por el mismo conducto sale.

Concedamos que Torra nos hable de «desairarse» ante los magistrados, que no de «descomerse», por lo que se agradece esa delicada deferencia dada la honorabilísima calidad de sus interlocutores. Las palabras de Torra, capaz de expresarse por entrambos canales, según lo requieran las circunstancias, me trae a las mientes las habilidades insólitas de un gurú de la India que, años ha recaló en Barcelona, y presumía de emitir sonidos articulados con el pichelo gracias a la meditación (sesuda o no) y a una serie de sostenidas vibraciones transmitidas por mandato cerebral. A mí esa milonga siempre me pareció un truco asaz rebuscado para ligar con maduritas un pelín descentradas e interesadas en el esoterismo y en una difusa espiritualidad. La pesquisa para verificar su «modus operandi» consistía en aplicar un fonendoscopio al chisme del santón y acercar el oído (ojito que esto se pone más caliente que el culo de una novia pegado a una estufa), y de ese modo llegaban los sonidos al intrépido perito en «nabofonías». Alto, que nadie se llame a engaño, pues su pilila no era una juke-box a la que echar moneditas, ni uno de esos espacios de la radiodifusión antañona donde se admitían las peticiones de los oyentes. De serlo, y por el romanticismo que irradia todo ese singular aparato, yo me pediría, sin dudarlo, «We Belong», de Pat Benatar, mi love-song favorita, pero hay otras, «Venecia sin ti», de Aznavour o «Blue velvet», de Bobby Vinton. La lista es extensa, y para gustos los colores.

La hazaña del santón siempre me recordó los prodigios inverosímiles de los lamas tibetanos descritos en los libros, profusamente divulgados en España durante la década de los 70, de Lobsang Rampa, sea el caso de «El tercer ojo» (y no es un chiste facilón dada las coordenadas por las que transcurre esta disertación). Pero volviendo a Torra, su heterodoxa capacidad para, no sólo emitir sonidos, sino articular una respuesta bien trabada a los señores togados mediante la contracción y distensión, a voluntad, del tubo de escape del que nos dotó la madre naturaleza, evoca y rehabilita la figura maldita del petomán. Sí, ese artista circense denostado, casi furtivo, ataviado por lo general con una indumentaria ridícula, ajustada, verdusca, de superhéroe de la casa Marvel de baratillo, provisto siempre de una máscara como de luchador mejicano para no ser reconocido y no avergonzar a su prole. El «petomán» provocaba la hilaridad del respetable emitiendo hilvanadas, sinfónicas pedorretas al compás de marchas como la Turca, de Mozart, o la de Radetzky, de Johann Strauss. A lo que se ve, las melodías de ritmo marcado, concertado y reiterativo, se adecuan mejor a las habilidades canoras, vedadas al común de los mortales, de esa región aún misteriosa e incógnita de nuestra anatomía.

Dudo si el finado Bigas Luna, introdujo en su obra, influida por el maestro Berlanga, la figura del artista clandestino y crepuscular del «petomán», pues le habría caído como anillo al dedo, pero sí recuerdo que, preguntado por el rodaje de «La grande bouffe», Marco Ferreri confesó que andaba metido de hoz y coz en «una peli de pedos», dicho así, a la pata la llana. Inolvidable es la secuencia en la que Michel Piccoli sumerge un pollo asado en una pecera y bautiza a la nueva especie ictiológica, anfibia, con el atinado nombre de «pez-pollo». Torra, qué gran actor se ha perdido el séptimo arte, habría encajado en el reparto a las mil maravillas, siquiera como secundario con frase… una frase que habría declamado con la vis dramática que al parecer adorna al tramo grueso de su parlanchín intestino. No me cabe la menor duda, habría sido Marco Ferreri, al decir de su filmografía, «una de pedos», el cineasta indicado para rodar el bizarro documental que daría fe a las generaciones venideras de las delirantes y desafinadas vicisitudes de nuestra Cataluña actual. A qué hemos llegado.

PS.- Apreciado lector, si considera que Quim Torra tiene derecho a saberlo, envíe, si le place, este artículo al siguiente enlace: «http//presidencia.gencat.cat», pestaña «bústia electrònica».

Adiós, muchachos (Au revoir les enfants)

Los agentes colaboradores del ocupante nazi, gabardinas de cuero y sombreros de ala ancha, se presentan de improviso en un internado católico. Quizá uno de esos agentes es Lucien Lacombe (Lacombe, Lucien), el protagonista de otra sensacional película de Louis Malle sobre la mudable condición humana en el paroxismo del odio, de la guerra y de la desesperada pulsión por la supervivencia. El método para detectar a niños judíos refugiados en esa institución no pasa por infiltrarse en el patio, de tapadillo, para ver si se les escapa alguna palabra en yiddish o en ladino, o por si, con la complicidad de los docentes, celebran clandestinamente con rabino itinerante, en el gimnasio o en el desván, una ceremonia de la ritualística hebrea. Es más sencillo. Basta con pasearse por las aulas, pedir a los chicos que se pongan en pie y a renglón seguido ordenarles que se bajen los pantalones. La pesquisa consiste en escudriñar las pililas del párvulo alumnado. Ya pueden protestar que no, que lo suyo es fimosis. De eso nada, monada, todos los circuncidados van al camión que espera afuera con el motor en marcha.

La propia alcaldesa de Barcelona, defensora a ultranza de ese bodrio supuestamente «cohesionador» de la inmersión obligatoria, ha reconocido que los elementos de Plataforma per la Llengua se colaron en tres colegios públicos de la ciudad como Pedro por su casa, sin pedir permiso a nadie, ni a los munícipes, ni a la Dirección de los centros, ni a los padres. Prevención absurda, la de los «merodeadores» de patios de colegio (y esto no va por los camellos al por menor que venden a los niños pildoritas de colorines), pues de solicitar el permiso por cauce reglamentario se lo habrían concedido con honores y parabienes. La alcaldesa (que edita carteles informativos en catalán, árabe, urdu y en chino mandarín, si es menester, pero no en lengua española, lengua oficial y al tiempo familiar, mayoritaria entre los barceloneses), los directores de escuela y los mandamases de las «ampas» (sin hache, aunque es opinable) sostienen todos ellos que la lengua de escolarización, y aun de relación amical en el recreo entre condiscípulos, es cosa suya, no de los niños.

Los enemigos de la libertad siempre han demostrado una gran obcecación por la infancia. Ahí tenemos a los «balillas» desfilando con sus camisitas negras, a los «pioneros», pañuelo rojo al cuello, de los que Pablito Morozov sería paradigma, el niño elevado al martirologio socialista al que erigieron estatuas en la URSS, toda vez que fue asesinado por sus padres tras denunciarlos por contrarrevolucionarios y enemigos del Estado, o a los futuros mujaidines empuñando fieramente ante las cámaras TV un AK-47. En otra ocasión vimos en una foto publicada por la prensa a cuatro bebés con la cara pixelada, sentaditos sobre el asfalto de una carretera cortada durante una de tantas protestas convocadas para reclamar la libertad de los así llamados presos polítics. Vale que la utilización de los niños es una constante, sólo que en esa acción la valencia infantil era la de «escudo humano», bien que con pañal y biberón, varias tomas de leche al día, preferiblemente de la marca «Llet Nostra» anunciada en TV3.

Aún no he colgado este artículo y llegan a mis oídos las airadas protestas de los liberticidas partidarios de la inmersión lingüística obligatoria en la escuela pública: «¿Cómo puede comparar cosas tan distintas?». Precisamente por eso, porque son distintas. La comparación puede ser más o menos afortunada, pero dicho mecanismo lógico se basa en los principios de contraste y mensurabilidad. Comparar las cosas que son idénticas es, en realidad, «equiparar», que es una modalidad específica, limitada, de comparación, que no agota ese más amplio concepto. Hay que comparar cosas, aun siendo distintas, para extraer de ello conocimiento y provecho. Cierto que siendo distintas participan de un mismo núcleo, de un vector común: obtener información de los adultos a través de sus hijos, por la lengua que hablan o por el prepucio. Una información que, comoquiera que su gestión escapa a la voluntad de la víctima, no sabe uno para qué fines va a ser empleada.

Y en nada tranquiliza que esa suerte de espionaje lo perpetran personas (a mí me parecen un tanto extrañas… ¿Pues quién hace semejante cosa en su tiempo libre?) capaces de colarse de rondón en el patio de una escuela para, calladitos, agazapados en un rincón, anotar minuciosamente en libretitas cuántos y qué niños juegan a la pelota o la comba en un idioma u otro. ¿Llevarán consigo globitos y golosinas para ganarse su confianza?

Va de suyo que el personal ajeno a la obra no acceda a la misma. Habría de observarse la misma cautela en las aulas. La especial protección a los menores es un asunto que a todos nos preocupa en estos tiempos que corren. Qué mal fario dan esos tipos huroneando en el gimnasio… ¿Quiénes son en realidad? ¿Tienen nombre de pila y apellidos? ¿Certificado de penales inmaculado, como el que exigen las autoridades a los monitores de servicios y actividades extraescolares? ¿Pondrán la mano en el fuego por todos sus voluntarios, los promotores de esa ya de por sí retorcida campaña? ¿Cómo saben que uno de ellos no se dedicará a hacer fuentecitas delante de las niñas o a manosear furtivamente las pichurrillas de los peques?… Pienso en ello y me dan temblores de agonía.

104 años

Se sucedían los años en su bandera como la resbaladiza sombra de un nublado sobre la mies. La primera vez que la vi, se inscribía en la banderita separatista que adornaba el manillar de la silla de ruedas una cifra redonda, centenaria. Dolors había cumplido cien años.

Coincidíamos en la avenida Mistral. La acompañaba en sus paseos matutinos una guardia de Corps familiar. Algún transeúnte detenía el paso para saludar a la anciana y felicitarla por su tenaz militancia. «Un siglo republicana». O lo que es lo mismo, republicana desde la cuna, incluso antes, siendo un diminuto cigoto. Así glosaba su biografía una de sus descendientes y lo hacía henchida de orgullo filial. La familia mostraba a Dolors como los padres primerizos dan a conocer a su bebé uno de esos domingos soleados al pasearlo en el cochecito, tan ricamente, haciéndole monerías con un sonajero.

Y cumplió 101, 102, 103 y 104 años (exactamente por ese orden). Las banderas caían como las hojas de un almanaque y rebrotaban, izadas en el pequeño mástil, como amapolas en primavera. Hace meses que no veo a Dolors. Quiero pensar que es a causa del tramo en obras de la avenida Mistral con calle de Rocafort… ya no recuerdo cómo era el lugar sin esas zanjas que dificultan el tránsito peatonal… y que sus familiares, con buen criterio, esquivan los obstáculos y la sacan al sol unas calles más allá. Pero no me quiero engañar, 104 ya son años, más de los estrictamente necesarios para componer una vida intensa y provechosa. Y es posible que Dolors, oh, el inevitable ciclo de la vida, haya completado su itinerario y que sea éste el motivo de su prolongada ausencia.

Nunca hablé con Dolors, pero si no es el caso de unos familiares de fervorosa obediencia nacionalista que proyectaran sobre ella, a traición, propósitos y anhelos que jamás fueron suyos (pues no estaba en disposición de protestar, la pobre, ni banderas, ni banderías), la anciana no vio cumplido en vida el sueño redentor del paraíso en la tierra: la independencia de Cataluña. Y en estos años tumultuarios y manicomiales, aunque son muchas las cosas que quedan en límbico suspenso, los días transcurren, sol y luna se alternan en el firmamento sin coincidir jamás, la biología sigue su camino y es seguro que se cuentan por miles, desde el año 2010, pongamos por caso como fecha de inicio, los ancianos que han muerto sin que haya cuajado el «proceso» que hicieron suyo, sin haber logrado el objetivo que, eso les dijeron sus promotores, estaba al doblar la esquina, «a tocar», y que ellos verían con sus ojos entelados por las cataratas y palparían con sus manos de tembloroso pulso.

Quizá Dolors ha pasado a mejor vida y lo ha hecho feliz, con dulce sonrisa en los labios, si sus deudos le han soplado al oído, valiéndose de una trompetilla o de uno de esos audífonos que se desarreglan en dos días emitiendo molestos chirridos, que Torra ha proclamado la independencia, esta vez sí, que los aguerridos batallones de Mossos d’Esquadra han rechazado en la frontera a la Guardia Civil, a la Legión y a la Acorazada Brunete, que las principales potencias del mundo nos reconocen como igual en el concierto de las naciones y que ya somos uno más en la ONU, no menos que Andorra o Bután. Muy parecidamente a lo que sucede en esa adorable película, «Goodbye Lenin», en la que un chico ingenioso, por evitar un disgusto fatídico a su madre convaleciente de un coma del quince, comunista ortodoxa y partidaria del régimen de la antigua RDA, le cuenta que todo sigue igual, que el paraíso socialista de los trabajadores resiste a pie firme las feroces acometidas del capitalismo y que no faltan en el economato los pepinillos encurtidos de toda la vida, marca «Orzech», sus favoritos, o cuando menos los míos.

Si es así, se impone la pregunta: ¿Es ético alimentar falsas expectativas en una persona muy mayor y con pie y medio en el estribo? Es verdad que las mentiras que largamos a los ancianos participan de ese componente entre piadoso y fantástico que informa también las trolas que contamos a los niños, pecadillos veniales que tienen por objeto la perdurabilidad de una ilusión. En el caso de Dolors, esa mentirijilla cobra la traza de bálsamo, de amable sedante para auspiciar un serenísimo ingreso en el más allá. ¿Le habrán dicho la verdad a Dolors… que de independencia, nanay? ¿Habrá respondido en un último estertor, con aplomo y entereza, la frase lapidaria tan al caso: «Yo no la veré, pero mi nieta sí»… para luego expirar reposadamente?

Sospecho que si el particularismo sobrevive a las corruptelas sin fin del clan de los Pujol, al empacho de los Puigdemont, Torra, Junqueras, Colau, Òmnium, la ANC, al vandalismo de los CDR y de otros diablillos menores, a TV3, al adoctrinamiento escolar y a esa castaña pilonga de la inmersión lingüística, a los no nacionalistas nos esperan otros 104 años, o 105, de esquizofrenia colectiva, y no por la lindeza de sus argumentos o la pericia de sus dirigentes, sino por nuestra desidia y nuestro hartazgo indolente, participado a veces, por qué no decirlo, de inconsciente y estúpida colaboración. Pues para empozar nuestras vidas en esta confusión insufrible, ellos sólo necesitan estar, persistir… un día y otro.

Sóc una botiga trista

A los partidarios de la libertad nos encantan las libertades pequeñitas porque son réplicas unas de otras, como en un juego de espejos, y porque todas juntas componen la LIBERTAD en mayúsculas. Una de esas libertades es la libertad de comercio, y por esa razón nos chiflan las tiendas, aunque cosa muy distinta es «ir de tiendas», vicio que a mí se me da regular… no obstante, incluso los vicios (que no sean dañinos para terceros) obedecen a la naturaleza humana y no dejan de ser una de las muchas manifestaciones de la misma libertad, acaso mal entendida. Lo cierto es que es una maravilla ver en las calles más céntricas de una ciudad esa gran profusión de tiendas con sus artículos expuestos golosamente en los escaparates, sus luces llamativas y ofertas, aún las engañosas. Y ver a la gente entrar y salir de los comercios, unos de vacío, otros llevando sus bolsas repletas, e imaginarse el flujo y reflujo de ese gran invento, el dinero… billetes y monedas yendo de un bolsillo a otro en una danza concertada: oh, civilización…

Y hay comercios para todos los paladares. Grandes, pequeños, antiguos, modernos, luminosos y a meda luz, bonitos, feos, alegres… y también tristes. Sí, hay comercios tristes. Y no quiero decir que irradien tristeza, que bien pudiera haberlos por falta de abastecimientos (economatos bolivarianos) o por diseño calamitoso del local, sino que se declaran «tristes» a sí mismos, tal cual. Me sé de uno. Es una tienda de material fotográfico sita en la avenida Mistral esquina calle de Rocafort. Me topé con ella el lunes 2 de octubre de 2017. Andaba yo con mis fotos de vacaciones transportadas en un pendrive para revelarlas en papel y, ya en dicho formato, incorporarlas a esos álbumes que todos guardamos en casa. Era la tienda más cercana a mi domicilio especializada en tales menesteres y anduve a un tris de traspasar el umbral cuando eché una fugaz ojeada al escaparate y leí el letrerito: «Sóc una botiga trista». Y me pregunté, o mejor, le pregunté, «¡Caray!… ¿Qué te pasa, bonita?». Me dio su versión. A mí y a cualquiera que por ahí pasara. En el letrerito había más texto: la «botiga» se quejaba amargamente de la represión policial desplegada contra los pacíficos votantes que el día anterior habían participado en el referéndum ilegal (01-O) convocado por las autoridades (sic) regionales. Esa supuesta brutalidad había causado a la pobre «botiga» un estupor indescriptible, de ahí su apocamiento y tristeza.

Recordemos la torrentera en aquellas horas de instantáneas difundidas por las redes sociales, colándose de rondón algunas de ellas, tras pasar un filtro de veracidad poco exigente, en los noticieros-TV: el niño con la cara ensangrentada en una carga antidisturbios de los Md’E por unas protestas estudiantiles en Lérida o la maña para el oficio de la policía turca dándole para el pelo a unos manifestantes por vaya usted a saber qué litigio interno de la Sublime Puerta.

Fue el súmmum de los bulos (ahora fake news) a gran escala: más de mil heridos. Trending topic mundial. Imágenes que por unas horas enturbiaron el entendimiento de tantos ilusos, de tantas almas de cántaro. Algo más de mil fueron los atendidos en los servicios de urgencias de toda Cataluña aquel primero de octubre… contabilizados, atenta la guardia, los síndromes gripales y la pertinaz descomposición intestinal por consumo de ensaladilla rusa en mal estado. Y mira que siempre se dice: «cuidado con la ensaladilla rusa de los bares», pero no hay manera, una vez y otra sucumbimos a la tentación.

Lo suyo habría sido, en aras de una aseada y propaganda verosímil, que los prohombres del «proceso» hubieran visitado a los contusos en el hospital, envueltos en vendajes y escayolados tras ser gratuita y salvajemente derrengados a mojicones por los gorilas uniformados. Pero no vimos una sola foto de es posado caritativo y al caso, sencillamente porque no hay épica alguna en retratarse para la posteridad junto a un paciente hospitalizado por un orzuelo.

Una tienda triste me parece que va, que atenta contra la naturaleza misma de las cosas, una de esas paradojas especiosas y embromantes. Desde luego no se me ocurre nada más triste que una «botiga» triste (*). Y comoquiera que todo lo malo se pega, dicen, la tristeza también, por preservar mi estado de ánimo y por blindar el recuerdo de un estupendo veraneo en Sesimbra, cerca de Lisboa, di un paso atrás, dejé en su inconsolable duelo a la «botiga» atribulada por los sinsabores de las cargas policiales y marché de allí en busca de otro establecimiento.

Y es que me sucede con las «botigues» tristes lo mismo que con «los esclavos que carecen de libertad», pues así lo manifiestan los antecitados en una torpe redundancia… esclavo que no carece de libertad ya no es esclavo en ingresa en la categoría de liberto. Todos conocemos unos cuantos, sí, esos que vemos los domingos ataviados con sus mejores galas y sus monísimos lacitos en la solapa tomando el aperitivo en una terraza, al sol, qué delicia, o saliendo de la pastelería con unas tartaletas bajo el brazo. ¿Y qué me sucede?… Que no sé qué decirles que pueda aliviar su sufrimiento. O eso, o será que soy un clasista redomado y me da pudor tratar con la servidumbre «privada de libertad», amarrada a pesadas cadenas en los galpones donde, qué horror, lleva una precaria vida de insalubre hacinamiento, pestilencia y promiscuidad. Qué triste es la vida del esclavo… y la de las tristes «botigues».

(*) No es de este mismo parecer la reciente ganadora del Premio Nacional de Narrativa, la señorita Cristina Morales, así se llama, para quien el espectáculo neroniano de nuestra ciudad en llamas es preferible al de una ciudad de tiendas abiertas.

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