Héctor López Bofill, uno de los nacionalistas más recalcitrantes de toda nuestra abigarrada fauna aborigenista, profesor en la UPF (la Pompeu Fabra) y regidor de la facción Puigdemont, JxCAT, en el municipio de Altafulla, provincia de Tarragona, se lamenta amargamente en redes sociales de una carencia primordial en el campo separatista para lograr la deseada independencia: “no tenemos gente (se entiende que suficientemente valiente, patriota o concienciada) dispuesta a morir por Cataluña”.
Al llanto desgarrado del señor López se unen voces de la misma coral sinfónica en esa pulsión mortuoria, vector “thánatos”, que insisten en la necesidad de plantar muertos sobre la mesa… “si cal” (si es necesario), añaden. En efecto, pareciera que en un proceso como es la segregación de un territorio de la unidad nacional a la que pertenece, no es tal si no hay un vertido, aunque controlado, de sangre. Nos recuerda esa lacrimógena insistencia a aquella simpática viñeta en la que el general Alcázar suplica al intrépido reportero Tintín que le deje fusilar al menos a media docena de oficiales partidarios del general Tapioca para darle empaque al pronunciamiento. Y es que un golpe de Estado, sin unas cuantas descargas de fusilería ante el paredón, es un fraude, una auténtica birria que resta prestigio al espadón que lo capitanea. Alcázar conoce las tradiciones.
Sólo que las “edificantes” declaraciones del señor López son un truco, una estafa. Nadie muere por Cataluña, por su amada o por lo que sea, si no se expone primeramente a cometer algún tipo de acto cuya réplica o respuesta por terceras personas entrañe algún peligro. En el que el riesgo de la propia vida forme parte del cálculo de probabilidades. Nadie muere por depositar un ramo de flores ante la tumba del chiflado de Maciá, por acudir a una de las numerosas manifestaciones convocadas por el gobierno regional a través de sus terminales subvencionadas (Òdium, ANC -Viggo Tontensen-, UGT, CC.OO, etc) o por formar parte de un tramo de la Vía Catalana dándose la manita con el vecino a la altura de Calella de Palafrugell. La muerte, a priori, no anda al acecho en esas coordenadas.
Es, pues, difícil morir por Cataluña cuando las propuestas más arriesgadas auspiciadas por los dirigentes insurreccionales son delatar de manera anónima a un profesor universitario que imparte su clase en lengua española o chivarse (al estilo «Santiago Espot») a la Agència Catalana de Consum de que tal comerciante mantiene en español el rótulo de su establecimiento. No parece muy allá que te explote una mina antipersona debajo del culo en una de tan intrépidas acciones de comando o te alcance el fuego graneado de la artillería española. Eso y tributar directamente a la autodenominada “Hacienda Catalana”, que luego rinde cuentas a la agencia nacional: problemas con los “calerons” (dineros), los justos. Diríase que los golpistas catalanistas, aún al frente de las instituciones locales para vergüenza de todos, no alientan precisamente lo que podríamos llamar el heroísmo abnegado de las masas. Dimos cuenta en una tractorada anterior (véase “Gudari Gómez”) de una de las “ekintzas” (acciones) más arriesgadas de los separatistas nativos: Gómez Buch, de CUP, monitor de colonias en Olesa de Montserrat (o de Bonesvalls, que ahora no recuerdo), mandó a su casa a un niño con cajas destempladas por acudir a la reunión ataviado con una camiseta de la selección española de fútbol, y de ello presumió en las redes sociales. Todo un cruzado de la causa.
La acción emblemática de los golpistas fue el referéndum ilegal del 01-O de 2017 (versión mejorada del anterior, Artur Mas, 09-N de 2014). En aquella ocasión se produjeron algunos heridos durante las cargas policiales pasivamente presenciadas por los agentes de los Md’E destacados a los puntos de fraudulenta votación. Nos hablaron de miles de represaliados en las UCI’s de los hospitales (no hay constancia de que ninguno de ellos fuera reconfortado por Puigdemont y Junqueras acompañados de sus séquitos respectivos) y colgaron en las redes a los antidisturbios de la policía turca repartiendo leña y la cara ensangrentada de un chico en una protesta estudiantil acaecida tiempo ha en Lérida, entre otras lindezas y tergiversaciones. Roger Español, que toca en un grupo de ska, perdió un ojo de un pelotazo de goma tras lanzar vallas de contención a la Policía y a Marta Torrecillas, ERC, “le rompieron los dedos de la mano, uno a uno”, manifestó la interfecta (sólo faltó que le sacaran las uñas, como hacen a las disidentes en las cárceles cubanas), y, por si ello no bastara, añadió que le tocaron las tetas en el fragor de la batalla. Pura filfa. Quienes en aquellas fechas nos dieron la matraca con la cantinela “he visto cosas horribles en las redes” («a la gente le están dando de hostias», Gerard Piqué), aún no se han disculpado, ni lo harán, por pretender engañarnos, por estupidez o maldad, con noticias falsas.
Como no hay manera de que la Acorazada Brunete asome sus cañones giratorios y sus orugas metálicas por la Diagonal, pues tampoco el comando suicida nativo (véase “La vida de Brian”, de Monty Python) tiene ocasión de inmolarse a lo Jan Pallach ante los tanques soviéticos. Qué chasco.
De todo lo antedicho se sigue necesariamente que el discurso de López enmascara el sentido profundo de la homilía, de la palinodia que le larga al paisanaje afín. No se trata tanto de morir por Cataluña, sino de matar por ella, y quizá entonces, morir. Ése es el lógico y estricto orden de las cosas, de los acontecimientos invocados que no se atreve a formular claramente, pero que uno entiende… sin ser un lince. Morir por Cataluña en un control de carreteras, “Operación Jaula”, en un intercambio de disparos con la Guardia Civil, por ejemplo, tras la comisión de un atentado mortal contra uno de esos puercos de la Asociación por la Tolerancia o una zorra españolista de S’ha Acabat. Ése es el sentido último de las palabras de López. Morir como posible consecuencia, los gajes del oficio, de matar… de matar a uno de los estigmatizados enemigos de una Cataluña entendida como una comunidad monolítica que debe preservar su pureza de los efectos contaminadores de esos indeseables parásitos colonialistas. O de morir porque te confundiste al conectar los cables del artefacto explosivo que pensabas endosarle a un cabrón de las brigadas nocturnas que retiran simbología separatista de los espacios públicos.
La metodología “López Bofill” ya está inventada. En julio de 1968, Francisco Javier Echevarrieta y su conmilitón Sarasqueta viajaban en coche cuando la Guardia Civil les dio el alto. Detuvieron la marcha y un agente comprobó la matrícula del vehículo. Echevarrieta, eufórico según su acompañante (iba el hombre de centraminas hasta el colodrillo, banzai, banzai, como un piloto kamikaze), se bajó del auto y le pegó un tiro en la cabeza al número Pardines. Fue el primer asesinato de ETA. Se dieron a la fuga y se refugiaron en Tolosa, en casa, cómo no, de un cura. Al cabo de unas horas, salieron de su escondite e inmediatamente fueron interceptados por la Benemérita. En el tiroteo, Echavarrieta fue abatido. Así nació el primer “mártir gudari”. La mendaz mitología etarra indica, nada que ver con lo sucedido, que Echevarrieta fue maniatado, fincado de hinojos y a sangre fría ejecutado. El relato exacto de los hechos se lo debe esta tractorada a la esclarecedora y didáctica participación de Jon Juaristi en el último ciclo de cine organizado por la Asociación por la Tolerancia.
Cabe decir que los mitólogos de ETA lanzaron su versión de los hechos desde la clandestinidad y con un limitado respaldo social entonces, básicamente en los seminarios, y que la misma fórmula, en cambio, la repite el señor López desde los aledaños del poder establecido hoy, y desde hace décadas, en Cataluña. López, y otros más, persiguen la aparición de “echevarrietas” indígenas que, en efecto, mueran por “ésa su Cataluña”, pero después de haber matado, claro es, y de ese modo auparlos a los altares de la patria. Para ello hay que vencer un obstáculo primero, y de no poca trascendencia, y es el de matar a otras personas, lo que no está muy bien visto en los tiempos que corren, razón por la que los enemigos seleccionados han de ser deshumanizados previamente y convertidos en “ratas” (judíos), “enemigos del pueblo” (mujiks), “cucarachas” (tutsis)… o “colonos”, “botiflers”, “malos catalanes” (catalanes no nacionalistas). Tras ese tratamiento cosmético, es más fácil apretar el gatillo.
Cuando ese proceso ha sido completado o se le ha dedicado la energía e intensidad suficientes (“gentes de ADN bastardeado”, Quim Torra, con el aplauso de SOS Racisme, “padres a los que habría que quitarles la patria potestad sobre sus hijos”, Muriel Casals, DEP, “individuos inadaptados”, Tortell Poltrona ante la alcaldesa Colau, “esos sarnosos”, Quim Masferrer, el de “El foraster”, programación de odio intensivo en TV3, etc), se crean las condiciones apropiadas, cala esa lluvia fina, gota a gota, para que de las sombras surjan esos gólems teledirigidos armados con pistolas y prontos a descerrajarle un tiro en la nuca a un semejante, que ya no lo es por obra y gracia del adoctrinamiento, del envenenamiento y de, Jon Juaristi dixit, “esas mentiras que nos contaron nuestros padres”.

López Bofill busca gente capaz de matar, digo, de morir por Cataluña. Es que yo ya estoy mayor para ir por ahí dando tumbos, pegando tiros y colocando bombas… que si el reuma, el lumbago y un fastidioso espolón en el pie… y, además, estoy muy liado dando clases en la UPF y con mi regiduría en Altafulla, dicen las malas lenguas que ha dicho el interfecto. A ver si se anima lo mejor de nuestra juventud… que si yo tuviera 20 años menos, empezaría por esos malditos bastardos de la Tolerancia. Pim, pam, pum.
