Insoportable. Siempre que atrapan a un desalmado que ha secuestrado a un niño para luego torturarlo, violarlo y asesinarlo, irrumpen en escena los “opinadores” progresistas para largar, con gesto abatido, la cantinela habitual: que no se “legisle en caliente”. Esa odiosa monserga de la que se deduce que es preferible legislar “en frío”. Pues no falla. Pasan unas semanas y se atenúa la indignación popular (la vida sigue, hay que volver a la rutina, pagar facturas, impuestos y encajar del mejor modo posible las ocurrencias de última hora de los gobiernos nacional, regional y municipal). El clamor inicial da paso a cierta serenidad y si alguien, ya en frío, con descenso térmico registrado en el estado de exaltación social, plantea la posibilidad de endurecer las penas para crímenes gravísimos por la vulnerabilidad e indefensión de las víctimas, sea el caso del secuestro, abusos sexuales inconcebibles y asesinato de niños, retornan a las tertulias televisadas y radiofónicas los cánticos seráficos en aras de la reinserción del delincuente… trastornado por una sociedad culpable y envilecedora. Que si tuvo una infancia difícil y le atizaron de pequeñito creándole un trauma irreparable y de imprevisibles consecuencias. Que si el mundo le hizo así, como a Jeanette, aquella baladista de mi infancia con cara de niña, tan dulce, tan almibarada.
En otras palabras, la sociedad en su conjunto, mira tú por dónde, no puede, no debe perderse la oportunidad única, excepcional, de reinsertar a un montón de estiércol atrapado en el cuerpo de un hombre y muy capaz de separar a un niño de sus padres y de cortarle las orejitas con una sierra de marquetería o de sacarle los ojos con la cucharilla del café. De reconvertirle, con la supervisión de acreditados expertos en la psique y conducta humanas, en un miembro provechoso y ejemplar para la comunidad.
Para mí tengo que no hay miedo peor que el padecido por un niño que, arrebatado con añagazas a sus padres, camina en la noche y en el frío de la fría mano del monstruo que hará pedacitos su cuerpo. Que ese miedo es el miedo paradigmático, el miedo en estado puro, pues la víctima carece de todo tipo de referencias, de contrastes, de experiencias previas para entender su situación y vislumbrar qué le espera en esa cabaña destartalada en medio del bosque o en ese sótano sucio como un muladar y mal iluminado al que le llevan, y que en nada aliviará ese miedo desconocido y absoluto el apretujarse contra su mascota de peluche que aún conserva por el sádico capricho de su asesino. Un niño solo, con frío… “señor, quiero ir con mi mamá”… en el sombrío tabuco donde habitan los monstruos… los golpes, los cortes, abusos asquerosos e inconcebibles… gritos y llantos que no serán oídos, lágrimas que no serán enjugadas ni sanadas las heridas.
He compartido cháchara, mesa y mantel con esos progres, algunos de ellos buenos amigos, que, mientras dan cuenta de un aperitivo, con gran facundia y ese talante y esa elegancia en las formas que nadie como ellos cultivan, apelan al sosiego, a la calma, como distantes de las cuitas, porfías y flaquezas humanas, y con displicente ademán rechazan de plano el endurecimiento de condenas, la cadena perpetua revisable para crímenes que requieren especial consideración por su espantosa brutalidad. Que no, que no, que las penas impuestas no deben regirse por la cólera o el deseo de venganza, por la idea de “castigo”, que eso es muy antiguo, pues alimenta las más bajas pasiones e integra esa cultura del linchamiento que nos remite a una España en blanco y negro. Ahora no toca abrir ese melón, añaden con frutícola metáfora. Y, claro es… que la privación de libertad ha de servir para rehabilitar al reo. Y esto último no lo discute nadie en la mayoría de los casos. Pero los hay, delitos abominables, que siendo pocos estadísticamente, son demasiados para cualquier estómago más o menos sano.
A finales de octubre de este año, Álex, un niño de 9 años, fue salvajemente asesinado en Lardero, provincia de Logroño. Un preso en libertad condicional, con un truculento pasado, fue detenido como presunto autor del crimen. El monstruo pederasta, mediante engaño (“tengo un cachorrito en mi casa, ven a verlo”), convenció al niño para que le acompañara a su domicilio. Y allí, a sus anchas, sin que nadie le molestara, y tomándose su tiempo, le dio muerte.
En cierta ocasión, una persona a mí cercana me confesó que le horrorizó el tremebundo atentado islamista (que no “internacional”, Zapatero dixit) del 11-S en Nueva York contra las Torres Gemelas… “pero que de tener que pasar cosa semejante en algún sitio, estuvo bien que fuera en Estados Unidos”. Eso dijo probablemente animada de esa pueril fobia anti-yanqui que sacude a muchos “tontiprogres” europeos, especialmente cuando allí gobierna un presidente republicano. Comoquiera que jamás debemos desear que nada malo ocurra, y menos una catástrofe de esa magnitud, ni en USA ni en Pernambuco, entendí muy bien que en la estructura profunda del inconfesable pensamiento de mi interlocutor (o interlocutora) subyacía un cierto grado de satisfacción… “llevan su merecido”… acaso motivada por una percepción hostil a la política internacional de la gran potencia, o por cualesquiera otros de los considerandos que informan las fabulaciones hostiles contra ella de la progresía occidental.
Pues bien, recojo el guante de ese empozado razonamiento vertido al tiempo que su emisor (o emisora) le da un buchito, apenas se moja los labios, a un verdejo lisonjero al paladar en una reunión dominical de amigos (mañana soleada en un bonito local) y repito el argumento, pues no soy ningún angelito, ni tengo vocación de ursulina, ni soy mejor persona: ojalá no se repita jamás un crimen tan repugnante como el cometido en Lardero (que no Laredo) por la excarcelación temporal de un criminal abyecto que debería ser apartado de la sociedad de por vida, pero al que las autoridades penitenciarias, imbuidas de un buenismo realmente conmovedor, conceden graciosamente un permiso de “finde” o rebajan el cumplimiento de la pena al grado de la libertad condicionada.
Pero que si ha de suceder tamaña desgracia, no lo permita el cielo, que la próxima y, eso sí, la última víctima por los siglos de los siglos toque en algún grado de parentesco a uno de esos progres sabihondos a los que maldigo con toda mi alma… esos que se repanchingan como en un confortable sillón admirándose de su infinita superioridad moral. Que se horrorizan, ya no ante la cadena perpetua sin remisión, sino ante el mero cumplimiento íntegro de las penas para asesinos peligrosísimos, por su historial delictivo, contra criaturas indefensas. Pues no hay mejor escuela de vida que ésa, sufrir en propia carne el infortunio que no se desea a los demás. Y llorar sangre en cristales de picudas aristas, llorar piedras que erosionen y rasguen los lagrimales. Por asesinatos en caliente y legislaciones en frío. Y que cada palo aguante su vela y cada quisque sepa qué coño vota en frío o en caliente.
Que la legislación en caliente, o en frío, no acabará con estos sucesos horripilantes, es cierto, pero evitará que la alimaña cazada y a recaudo entre rejas repita sus hazañas. Que habrá otros monstruos y se darán otros casos de espeluzno… no hace falta ser un lince para verlo. Pues habrá que ir a por ellos, no queda otra. Mientras tanto sus tontos útiles, que no sus cómplices, que no digo eso, pretenderán imponernos sus amenidades y ensoñaciones de humanidades nuevas y sociedades felices por decreto donde no existirán los sociópatas y sólo tendremos que alargar la mano y agarrar del árbol la fruta madura para saciar el apetito. Ya hemos visto ese jodido fraude de película.

John Wayne Gacy, Pogo el payaso, uno de los asesinos en serie más sanguinarios de la Historia. En una fosa común, en el sótano de su casa, se hallaron restos de 30 niños. Gacy, de seguir con vida hoy, animaría al personal a defender a capa y espada la monserga de la “no legislación en caliente” (tampoco en frío), tan a propósito para la comisión de nuevas fechorías. Se confesaría gran admirador del ministro Grande Marlaska y de las políticas de reinserción (cursillos de ebanistería y de macramé) y de concesión de terceros grados que ha podido disfrutar recientemente uno de sus conmilitones en Lardero. “Mi colega (por el asesino de Lardero)”, habría dicho Gacy, “ha hecho un trabajo fino, fino, filipino, de mucha filicustancia”… parafraseando una rumba de Peret.
