Adiós, muchachos (Au revoir les enfants)

Los agentes colaboradores del ocupante nazi, gabardinas de cuero y sombreros de ala ancha, se presentan de improviso en un internado católico. Quizá uno de esos agentes es Lucien Lacombe (Lacombe, Lucien), el protagonista de otra sensacional película de Louis Malle sobre la mudable condición humana en el paroxismo del odio, de la guerra y de la desesperada pulsión por la supervivencia. El método para detectar a niños judíos refugiados en esa institución no pasa por infiltrarse en el patio, de tapadillo, para ver si se les escapa alguna palabra en yiddish o en ladino, o por si, con la complicidad de los docentes, celebran clandestinamente con rabino itinerante, en el gimnasio o en el desván, una ceremonia de la ritualística hebrea. Es más sencillo. Basta con pasearse por las aulas, pedir a los chicos que se pongan en pie y a renglón seguido ordenarles que se bajen los pantalones. La pesquisa consiste en escudriñar las pililas del párvulo alumnado. Ya pueden protestar que no, que lo suyo es fimosis. De eso nada, monada, todos los circuncidados van al camión que espera afuera con el motor en marcha.

La propia alcaldesa de Barcelona, defensora a ultranza de ese bodrio supuestamente «cohesionador» de la inmersión obligatoria, ha reconocido que los elementos de Plataforma per la Llengua se colaron en tres colegios públicos de la ciudad como Pedro por su casa, sin pedir permiso a nadie, ni a los munícipes, ni a la Dirección de los centros, ni a los padres. Prevención absurda, la de los «merodeadores» de patios de colegio (y esto no va por los camellos al por menor que venden a los niños pildoritas de colorines), pues de solicitar el permiso por cauce reglamentario se lo habrían concedido con honores y parabienes. La alcaldesa (que edita carteles informativos en catalán, árabe, urdu y en chino mandarín, si es menester, pero no en lengua española, lengua oficial y al tiempo familiar, mayoritaria entre los barceloneses), los directores de escuela y los mandamases de las «ampas» (sin hache, aunque es opinable) sostienen todos ellos que la lengua de escolarización, y aun de relación amical en el recreo entre condiscípulos, es cosa suya, no de los niños.

Los enemigos de la libertad siempre han demostrado una gran obcecación por la infancia. Ahí tenemos a los «balillas» desfilando con sus camisitas negras, a los «pioneros», pañuelo rojo al cuello, de los que Pablito Morozov sería paradigma, el niño elevado al martirologio socialista al que erigieron estatuas en la URSS, toda vez que fue asesinado por sus padres tras denunciarlos por contrarrevolucionarios y enemigos del Estado, o a los futuros mujaidines empuñando fieramente ante las cámaras TV un AK-47. En otra ocasión vimos en una foto publicada por la prensa a cuatro bebés con la cara pixelada, sentaditos sobre el asfalto de una carretera cortada durante una de tantas protestas convocadas para reclamar la libertad de los así llamados presos polítics. Vale que la utilización de los niños es una constante, sólo que en esa acción la valencia infantil era la de «escudo humano», bien que con pañal y biberón, varias tomas de leche al día, preferiblemente de la marca «Llet Nostra» anunciada en TV3.

Aún no he colgado este artículo y llegan a mis oídos las airadas protestas de los liberticidas partidarios de la inmersión lingüística obligatoria en la escuela pública: «¿Cómo puede comparar cosas tan distintas?». Precisamente por eso, porque son distintas. La comparación puede ser más o menos afortunada, pero dicho mecanismo lógico se basa en los principios de contraste y mensurabilidad. Comparar las cosas que son idénticas es, en realidad, «equiparar», que es una modalidad específica, limitada, de comparación, que no agota ese más amplio concepto. Hay que comparar cosas, aun siendo distintas, para extraer de ello conocimiento y provecho. Cierto que siendo distintas participan de un mismo núcleo, de un vector común: obtener información de los adultos a través de sus hijos, por la lengua que hablan o por el prepucio. Una información que, comoquiera que su gestión escapa a la voluntad de la víctima, no sabe uno para qué fines va a ser empleada.

Y en nada tranquiliza que esa suerte de espionaje lo perpetran personas (a mí me parecen un tanto extrañas… ¿Pues quién hace semejante cosa en su tiempo libre?) capaces de colarse de rondón en el patio de una escuela para, calladitos, agazapados en un rincón, anotar minuciosamente en libretitas cuántos y qué niños juegan a la pelota o la comba en un idioma u otro. ¿Llevarán consigo globitos y golosinas para ganarse su confianza?

Va de suyo que el personal ajeno a la obra no acceda a la misma. Habría de observarse la misma cautela en las aulas. La especial protección a los menores es un asunto que a todos nos preocupa en estos tiempos que corren. Qué mal fario dan esos tipos huroneando en el gimnasio… ¿Quiénes son en realidad? ¿Tienen nombre de pila y apellidos? ¿Certificado de penales inmaculado, como el que exigen las autoridades a los monitores de servicios y actividades extraescolares? ¿Pondrán la mano en el fuego por todos sus voluntarios, los promotores de esa ya de por sí retorcida campaña? ¿Cómo saben que uno de ellos no se dedicará a hacer fuentecitas delante de las niñas o a manosear furtivamente las pichurrillas de los peques?… Pienso en ello y me dan temblores de agonía.

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