Sóc una botiga trista

A los partidarios de la libertad nos encantan las libertades pequeñitas porque son réplicas unas de otras, como en un juego de espejos, y porque todas juntas componen la LIBERTAD en mayúsculas. Una de esas libertades es la libertad de comercio, y por esa razón nos chiflan las tiendas, aunque cosa muy distinta es «ir de tiendas», vicio que a mí se me da regular… no obstante, incluso los vicios (que no sean dañinos para terceros) obedecen a la naturaleza humana y no dejan de ser una de las muchas manifestaciones de la misma libertad, acaso mal entendida. Lo cierto es que es una maravilla ver en las calles más céntricas de una ciudad esa gran profusión de tiendas con sus artículos expuestos golosamente en los escaparates, sus luces llamativas y ofertas, aún las engañosas. Y ver a la gente entrar y salir de los comercios, unos de vacío, otros llevando sus bolsas repletas, e imaginarse el flujo y reflujo de ese gran invento, el dinero… billetes y monedas yendo de un bolsillo a otro en una danza concertada: oh, civilización…

Y hay comercios para todos los paladares. Grandes, pequeños, antiguos, modernos, luminosos y a meda luz, bonitos, feos, alegres… y también tristes. Sí, hay comercios tristes. Y no quiero decir que irradien tristeza, que bien pudiera haberlos por falta de abastecimientos (economatos bolivarianos) o por diseño calamitoso del local, sino que se declaran «tristes» a sí mismos, tal cual. Me sé de uno. Es una tienda de material fotográfico sita en la avenida Mistral esquina calle de Rocafort. Me topé con ella el lunes 2 de octubre de 2017. Andaba yo con mis fotos de vacaciones transportadas en un pendrive para revelarlas en papel y, ya en dicho formato, incorporarlas a esos álbumes que todos guardamos en casa. Era la tienda más cercana a mi domicilio especializada en tales menesteres y anduve a un tris de traspasar el umbral cuando eché una fugaz ojeada al escaparate y leí el letrerito: «Sóc una botiga trista». Y me pregunté, o mejor, le pregunté, «¡Caray!… ¿Qué te pasa, bonita?». Me dio su versión. A mí y a cualquiera que por ahí pasara. En el letrerito había más texto: la «botiga» se quejaba amargamente de la represión policial desplegada contra los pacíficos votantes que el día anterior habían participado en el referéndum ilegal (01-O) convocado por las autoridades (sic) regionales. Esa supuesta brutalidad había causado a la pobre «botiga» un estupor indescriptible, de ahí su apocamiento y tristeza.

Recordemos la torrentera en aquellas horas de instantáneas difundidas por las redes sociales, colándose de rondón algunas de ellas, tras pasar un filtro de veracidad poco exigente, en los noticieros-TV: el niño con la cara ensangrentada en una carga antidisturbios de los Md’E por unas protestas estudiantiles en Lérida o la maña para el oficio de la policía turca dándole para el pelo a unos manifestantes por vaya usted a saber qué litigio interno de la Sublime Puerta.

Fue el súmmum de los bulos (ahora fake news) a gran escala: más de mil heridos. Trending topic mundial. Imágenes que por unas horas enturbiaron el entendimiento de tantos ilusos, de tantas almas de cántaro. Algo más de mil fueron los atendidos en los servicios de urgencias de toda Cataluña aquel primero de octubre… contabilizados, atenta la guardia, los síndromes gripales y la pertinaz descomposición intestinal por consumo de ensaladilla rusa en mal estado. Y mira que siempre se dice: «cuidado con la ensaladilla rusa de los bares», pero no hay manera, una vez y otra sucumbimos a la tentación.

Lo suyo habría sido, en aras de una aseada y propaganda verosímil, que los prohombres del «proceso» hubieran visitado a los contusos en el hospital, envueltos en vendajes y escayolados tras ser gratuita y salvajemente derrengados a mojicones por los gorilas uniformados. Pero no vimos una sola foto de es posado caritativo y al caso, sencillamente porque no hay épica alguna en retratarse para la posteridad junto a un paciente hospitalizado por un orzuelo.

Una tienda triste me parece que va, que atenta contra la naturaleza misma de las cosas, una de esas paradojas especiosas y embromantes. Desde luego no se me ocurre nada más triste que una «botiga» triste (*). Y comoquiera que todo lo malo se pega, dicen, la tristeza también, por preservar mi estado de ánimo y por blindar el recuerdo de un estupendo veraneo en Sesimbra, cerca de Lisboa, di un paso atrás, dejé en su inconsolable duelo a la «botiga» atribulada por los sinsabores de las cargas policiales y marché de allí en busca de otro establecimiento.

Y es que me sucede con las «botigues» tristes lo mismo que con «los esclavos que carecen de libertad», pues así lo manifiestan los antecitados en una torpe redundancia… esclavo que no carece de libertad ya no es esclavo en ingresa en la categoría de liberto. Todos conocemos unos cuantos, sí, esos que vemos los domingos ataviados con sus mejores galas y sus monísimos lacitos en la solapa tomando el aperitivo en una terraza, al sol, qué delicia, o saliendo de la pastelería con unas tartaletas bajo el brazo. ¿Y qué me sucede?… Que no sé qué decirles que pueda aliviar su sufrimiento. O eso, o será que soy un clasista redomado y me da pudor tratar con la servidumbre «privada de libertad», amarrada a pesadas cadenas en los galpones donde, qué horror, lleva una precaria vida de insalubre hacinamiento, pestilencia y promiscuidad. Qué triste es la vida del esclavo… y la de las tristes «botigues».

(*) No es de este mismo parecer la reciente ganadora del Premio Nacional de Narrativa, la señorita Cristina Morales, así se llama, para quien el espectáculo neroniano de nuestra ciudad en llamas es preferible al de una ciudad de tiendas abiertas.

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