Todos recordamos la intermitente campaña del nacionalismo exaltado amplificada por la difunta Marta Ferrusola, la godmother del clan Pujol. Aquella madre ejemplar que enseñó a su numerosa prole a reciclar bolsas de basura, colocando cada una de ellas en el contenedor, digo, en el banco andorrano correspondiente. Un caso de corrupción milmillonario del que ya no se habla, desvanecido como la niebla matutina a medida que se afianza el día… graciosa concesión de las acomplejadas política y justicia españolas al particularismo catalanista por aquello de “no volar todos los puentes”(*). Fem fills catalans! (“engendremos hijos catalanes”), clamaban los voceros del aborigenismo enragé. El lema genesíaco lo firmaban los chicos de Estat Català (el partido histórico del chiflado de Maciá), hoy integrado, si no ando mal informado, en FNC (Front -Frente- Nacional de Catalunya), a su vez desplazado, o absorbido, por el pujante fenómeno Orriols. La aportación de la finada consistió en cuantificar el número ideal de hijos: al menos, tres. Según Ferrusola, con ese mínimo filial por matrimonio, la renovación generacional quedaba asegurada frente a la invasión inmigrante en oleadas sucesivas auspiciada por los gobiernos coloniales. De ese modo fracasarían los diabólicos planes urdidos en Madrid para desnaturalizar la cultura catalana: firme, inquebrantable, como esos rocosos acantilados que se alzan orgullosamente, batidos en vano por la mar embravecida.
Para que los hijos sean catalanes, también lo han de ser los padres. Sólo que aquí no vale cualquier “subtipo” de catalán, ojito. “Charnegos (“xarnegos”) abstenerse”. Hoy “nyordos (ñordos)” por charnegos. La arboladura genealógica de los futuros catalanes no puede estar contaminada por injertos foráneos. Nada de mestizaje. Se ha de preservar en perfecto estado de revista el ADN catalán, ése que según Oriol Junqueras nos asemeja más a los franceses que a los españoles. No hay más que echarle una mirada al interfecto y al punto descubrimos su sorprendente parecido con Alain Delon o Johnny Halliday. ¿Y quién hay tan ciego que, por superposición de imágenes, no vea a Sylvie Vartan o a Françoise Hardy en cuanto “la Rahola” aparece en pantalla? En efecto, en las redes sociales del localismo particularista triunfa estos días un mensaje que insta a los catalanes de verdad, a los catalanes de pura cepa (más o menos) comprometidos con la defensa de la patria ultrajada, a contraer nupcias entre sí. Olvídense de abrazos maritales con hombres y mujeres de otras latitudes. Esas reales hembras andaluzas, o canarias, tan sensuales, y ese acento cautivador… que te guiñan el ojo y ya te han desarmado. ¿Hombres? Ni un mesetario, ni cosa parecida, por atractivo que sea, que para eso ya tenemos buenos mozos, duros como el granito, en La Garrocha o en La Plana de Vich, y siempre con la longaniza a punto.
TV3, al quite de las demandas de ese segmento de la sociedad al que sirve, aunque la paguemos todos, incluidos aquellos a los que desprecia e insulta, ha colado en su programación un espacio de esos de “primeras citas” o “emparejamientos”, Climax.Cat, que publicita con un Cupido, inequívoca declaración de principios e intenciones, tocado con una barretina. Se trata de cultivar la versión “kilómetro cero” del amor. Vamos, el “Nosaltres Sols!” de toda la vida.
El llamamiento a la carnal coyunda amparada explícitamente en la institución del matrimonio (estabilidad y permanencia), a contraer entre personal autóctono, y vetada mediante cordón sanitario-amoroso a incorporaciones externas, transmite resonancias antiguas, de aires ranciosos, que nos remiten a la edad inaugural del nacionalismo político, de hechuras románticas, decimonónicas. Aunque es seguro que contamos con precursores eximios en nuestro propio indigenismo, el artefacto trae a las mientes a un personaje de la catadura de Sabino Arana, pues los nacionalismos periféricos, identitarios o esencialistas, son básicamente intercambiables. El interfecto hizo especial hincapié en la preservación de la pureza étnica y por ello instaba a los vascos (de ocho apellidos) a casarse entre sí. El escenario ideal para promover esos futuros enlaces eran, claro es, los pique-niques en la verde campiña, las sociedades folclóricas, gimnásticas y excursionistas, los festejos populares con su ameno programa de danzas tradicionales, recitales de “bertsolaris” y juegos rústicos (levantamiento de piedras, desmochado de troncos a hachazos, ese tipo de cosas), donde “los vascos de los caseríos bailan de manera honesta, separados los sexos”… nada de los bailes agarrados de esos “maquetos” piojosos, caracterizados por el promiscuo y concupiscente rozamiento de los cuerpos, donde afloran las pendencias y las reyertas a navajazos a causa de los vapores del vino trasegado sin mesura. Esa gentuza maloliente que llegaba a carretadas a Bilbao, y a las poblaciones aledañas, para trabajar en la siderurgia. Ése, pizca más o menos, era el lienzo que, de las verriondas costumbres de los foráneos, pintaba Arana. Un delirio báquico, orgiástico, ajeno a la bondad adánica, primigenia, de los nativos, al bucolismo de esa Arcadia feliz que retrata, incluso décadas más tarde, Herbert Brieger en el documental pro-nazi titulado “Im Lande der Basken”.
Queda dicho, la recomendable “endogamia” de grupo es una de las primeras reacciones a la defensiva de los movimientos aborigenistas ante los extraños que amenazan nuestras “esencias”, nuestro ser colectivo. También adoptó esa fórmula la resistencia melanesia a la colonización occidental durante la época levantisca de los cultos “cargo” (alrededor de 1.930), según nos cuenta Peter Worsley en su ensayo “Al son de la trompeta final”. Era fundamental que las nativas se resistieran al abrazo de los extranjeros: antes el suicidio, la muerte. De modo que los catalanistas más exaltados del momento presente desandan el camino y concluyen que la esperanza en un futuro promisorio para el pueblo elegido, la Cataluña prístina, original, habría de venir de la mano de recetas antiguas, centenarias, ya descatalogadas.
Un antecedente algo más moderno lo sirve la escritora Mercé (Mercè) Rodoreda, muy apreciada por el nacionalismo. Nos trasladamos a 1936, año de publicación de su novelilla titulada Aloma, que a los bachilleres de mi generación nos colocaron, velis nolis, en el programa de lecturas obligatorias. En un pasaje de la misma, un desconocido piropea al personaje central. “Me lanzó una flor en castellano”, nos dice Aloma. Y aunque el galanteo no le molesta (no se estilaba en aquella época manifestar desaforada hostilidad a los micromachismos heteropatriarcales), a renglón seguido establece como inquebrantable principio vital su voluntad de contraer nupcias con un hombre que hable su misma lengua. Nada nuevo bajo el sol. Quiere decirse que, como poco, esta campaña en las redes tendente a un renovado y brioso “nupcialismo” catalanista nos retrotrae la friolera de noventa años.
No está de más hacer un par de consideraciones. Por aquel entonces, años 30 del pasado siglo, la “lengua” era un vector más fiable a la hora de establecer los orígenes de cada individuo. Entiéndase, el catalanismo siempre ha utilizado la lengua, ya desde el último cuarto del XIX (“Renaixença”), a guisa de marcador étnico (“etnoide”, en realidad) y de elemento vertebrador de la construcción nacional a través de la conjunción de mitos para consumo interno de parroquianos y de la acción política concreta, sea el caso del proteccionismo arancelario de Cambó. La población procedente de otras regiones no había sido sometida a un drástico proceso de inmersión idiomática como el hoy vigente en el sistema educativo. Las segundas generaciones de esos inmigrantes aprendían a hablar catalán en contacto con la sociedad receptora, pero el mandato nacionalista en ese ámbito era algo incipiente y no estaba tan consolidado como en la actualidad tras cuarenta años de cansina y monocorde insistencia, y extendida ahora a todos los espacios de la vida pública: la rotulación comercial, las comunicaciones oficiales o la absorción de la estructura administrativa del Estado mediante las transferencias competenciales en favor del gobierno regional.
En resumidas cuentas, el conocimiento de la lengua catalana por los avecindados en la región, la capacidad de utilizarla a nivel oral y escrito, es prácticamente total. Cosa distinta es la resistencia a hacerlo en determinadas situaciones como profilaxis ante unas imposiciones cada vez más intrusivas y antipáticas. Hoy, por así decirlo, no funcionaría aquel trabalenguas del “setze jutges mengen fetge… (**)” para identificar a los forasteros, como sucediera durante la revuelta “dels Segadors” (***), y a renglón seguido degollar con afiladas hoces a quienes no pasaran el examen. En estos aperreados tiempos, el ciento por cien de los menores de 55 años se librarían de tan fatídico desenlace. De modo que en el momento presente hablar catalán no garantiza nada necesariamente (o menos que en décadas atrás) en lo atinente a la obediencia a los preceptos nacionalistas. Carajo, si hasta los terroristas de los atentados de Las Ramblas (año 2017), criados en Ripoll, hablaban catalán.
¿Quiere decirse que esta iniciativa esponsalicia está condenada al fracaso, que nace muerta? No, nada de eso, no subestimemos el poder evocador del mito y de la leyenda cuando se trata de nacionalismo identitario, pues la disociación cognitiva de masas nos permite habitar la realidad y la fantasía al minuto siguiente. Basta con decir, “sí, quiero”… es decir, “sí, vull”.
(*) Por llevarme la contraria, leo en un digital que el juicio contra los Pujol se verá en diciembre de 2025 (largo lo fiais). Es muy posible que la propia naturaleza dispense al Molt Honorable de comparecer ante el tribunal
(**) “Dieciséis jueces comen hígado…”
(***) ”Revuelta de los Segadores”

Ets catalana de soca-rel?
-I tant, vinc d’ Olot. I el teu ocellet… piula en català?
-Clar i català… (aparte)… verás cuando esta monada se entere de que mis padres son de Tomelloso…
(“¿Eres catalana de pura cepa?” “Desde luego, soy de Olot. ¿Tu pajarito pía en catalán?” “Claro y catalán”…)









