Aromas de Montserrat

Recuerdo que cuando niño no faltaba en casa una botella de Aromas de Montserrat. Era un elemento muy prestigiado en la modesta botillería de nuestra humilísima morada. En la etiqueta del elixir estomacal figuraba el monasterio enclavado en ese macizo calcáreo que de lejos parece el lomo escamado de un dragón tendido en el suelo. La espirituosa bebida del color del ámbar contenía unas ramitas de enebro, tomillo, cilantro y cuantos hierbajos echaran los monjes para elaborar el bebedizo que ofrecían a los exhaustos peregrinos.

Un generoso trago se atizó Oriol Junqueras, seminarista en sus años mozos y hombre de probada devoción. Le hemos visto tras un paso procesionario en Sant Vicenç dels Horts, cuando era burgomaestre de la populosa villa, portando un cirio pascual. Se publicó días atrás en un digital que el dirigente de ERC, consumado el golpe separatista que propició la fugaz proclamación de la república catalana, corrió a esconderse al emblemático santuario, al amparo de la montaña sagrada y del maternal abrazo de La Moreneta. Fue recibido con discreción por los hermanos benedictinos. Como se decía antaño, se “acogió a sagrado” para eludir la acción de la Justicia. La suya fue la versión comulgante de la huida profana de Dencás (Dencàs), ministrín de Gobernación en el gabinete de Companys, y de otros cofrades, por el alcantarillado en la madrugada del 6 al 7 de octubre de 1934 a la primera salva de las tropas de Batet contra el palacio de la Generalidad. O del escapismo de Puigdemont en el maletero de un coche camino de la frontera.

Junqueras nos trae a las mientes el periplo de otro fugado insigne, pero éste mitrado: el cardenal Vidal i Barraquer, una inquietante mezcolanza entre el señor Burns (Los Simpson) y el Nosferatu de Murnau. Al dar inicio la Guerra Civil, el prelado de obediencia catalanista fue advertido del peligro que corría su vida y corrió a refugiarse en otro monasterio, el de Poblet, que le quedaba más a mano, acompañado de su secretario personal y del obispo auxiliar de Tarragona, Manuel Borrás. El episodio, de trágico desenlace, es conocido y ha sido minuciosamente reconstruido por Salvador Caamaño en su libro “Tarragona. 1936”. En pocas palabras, Ventura Gasol, el poeta chiflado de la chalina bohemia y consejero del gobierno regional (“de España odiamos hasta su nombre”), y Companys interceden por las vidas de Vidal i Barraquer y de su secretario y envían una comitiva a liberarlos. Y lo hacen expidiendo un salvoconducto para ambos (al copo de faltas de ortografía, por dar una pincelada chusca de aquella sangrienta charranada). Los traen a Barcelona y esconden en dependencias gubernativas hasta embarcarlos rumbo a Italia. Desde allí, y a toro pasado, el melifluo Vidal i Barraquer le dirigió una carta a Franco, cambiando de chaqueta, digo de sotana, felicitándose por la victoria de la causa nacional. De ese modo pretendía obtener el nihil obstat, que no logró, para regresar a España. Murió exiliado en Suiza.

Regresando al estricto relato de los hechos, Companys dejó a Borrás colgado de la brocha, abandonado a su suerte y en manos de la CNT-FAI, arrea. ¿Cuál era su pecado? No rendir pleitesía al catalanismo político. Sacan a Borrás de Poblet, le maltratan, castran, tirotean y, agonizante, pero vivo aún, le rocían con gasolina y le prenden fuego. Lo que viene a ser en lenguaje martirial un “completo”.

Es sabido que la abadía de Montserrat rinde tributo a su pasado con esa mayestática dignidad que ha caracterizado a sus recientes “promociones” monásticas. Por esa razón han retirado el monumento a los caídos del Tercio Nuestra Señora de Montserrat, la unidad de requetés voluntarios, todos catalanes, y todos con la cabeza pregonada en la retaguardia, huidos a tiempo de la escabechina colosal perpetrada por las Milicias Antifascistas. Unidad combativa como pocas, rehecha hasta en tres ocasiones por las bajas sufridas, y que perdió a centenares de hombres (más de 300) en las batallas de El Codo y de Villalba dels Archs, ésta en la campaña del Ebro (acúdase al exhaustivo informe de Salvador Nonell, reeditado por Editorial Casulleras). Esto es, la unidad con el mayor índice de mortandad de toda la Guerra Civil. El abad, en definitiva, se avino a retirarla de conformidad con la desmemoriada ley en esa materia vigente en la actualidad. Esa ley que ignora, y el abad olvida, pues frágil y quebradiza es la humana memoria, que 23 hermanos de la congregación montserratina fueron asesinados durante la persecución religiosa habida en los primeros y tumultuosos meses de la contienda.

Cabe decir que tras el juicio, Junqueras, una vez condenado por sedición, y no por rebelión golpista, se “refugió” del mundanal ruido, gran paradoja, en la cárcel de Lledoners, gestionada por el gobierno regional (competencia transferida), donde sufrió un terrible cautiverio que ni el Conde de Montecristo. Azotes, torturas, trabajos forzados a pico y pala, “errejonismo” en las duchas y raciones de hambre para quebrantar su voluntad. No obstante, salió Junqueras de presidio con más panza de la que entró.

Casualmente, de Montserrat llegan, con décadas de retraso, sórdidas noticias. Ha sido impuesta, noviembre de 2024, la primera condena por pederastia a un monje de la comunidad. El esfuerzo por silenciar los abusos en la abadía ha sido constante y ha aunado a las más diversas voluntades por tratarse del epicentro espiritual del nacionalismo. Nada podía empañar el incólume halo de santidad que envuelve el beatífico monasterio. En esa comunión participaron por igual políticos y prensa, pues Montserrat es algo así como nuestro Vaticano particular. Y, claro es, esas turbias historias de abusos a menores sucedían por ahí, pero jamás en el “oasis” catalán. Talmente como la corrupción política. Toda esa mugre era cosa de España, del mundo exterior. Nuestros frailes y políticos eran, consecuencia del hecho diferencial autóctono, no menos incorruptos que el brazo de Santa Teresa. Dirigentes destacados de la izquierda nativa, Raventós, Ernest Lluch (poco después asesinado por ETA) y Antoni Gutiérrez, el “Guti”, firmaron en comandita con el pujolismo un manifiesto de apoyo al buen nombre y fama de los monjes, pues se filtraron alarmantes episodios de pedofilia acaecidos intramuros.

El clamoroso silencio de la “omertá” saltó por los aires. Andreu Soler, ya fallecido, ultranacionalista y artífice del “escoltisme” (excursionismo) montserratino, fue al fin desenmascarado como voraz depredador sexual durante el período 1970-2000, tres décadas de encubiertos manoseos a los chicos de la escolanía. A fin de cuentas, era uno de los suyos. En igual medida que lo fue Hilari Raguer, el monje historiador (marchó de Montserrat indignado, toma del frasco, por el, a su juicio, insuficiente catalanismo del monasterio), que impregnó sus escritos de un odio visceral a España. Famoso por negar el carácter martirial de los asesinatos de sacerdotes y monjas durante la Guerra Civil aduciendo que no existió persecución religiosa como tal, sino una funesta secuela del ajuste de cuentas ideológico por la connivencia de la jerarquía eclesiástica de aquella hora con el bando nacional. Tal cual.

Entre una cosa y otra, Montserrat ha sido desacralizada por los más conspicuos defensores de sus aromáticas esencias. Y sus licores espirituosos, en tiempos primorosamente elaborados, otrora digestivos, tórnanse mejunjes eméticos. Nada sorprende, pues, que Junqueras corriera a esconderse a Montserrat, sirviendo en bandeja de plata a Albert Boadella un argumento verdaderamente manicomial para urdir una de sus corrosivas astracanadas. Y si una avioneta sobrevuela el calcáreo macizo, no les quepa duda, es Himmler, el capitoste de la división esotérica del III Reich, disfrazado de Indiana Jones tras la pista del santo grial de las leyendas artúricas. Una comedia de enredo, como esta tractorada.

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