Años y años soportando la misma turra de los catalanistas. Que la libre elección de lengua en la escuela promovería una segregación afectiva de los alumnos y, por ende, una ruptura de nuestra idílica comunidad educativa, envidiada en medio mundo. Vamos, que los críos, enfrentados en dos bandos, ni se hablarían en el parque. También ha habido polémica por la separación sexuada en algunos centros privados y concertados, si bien éste ha sido un debate a escala nacional. Pero no me pregunten por otras modalidades hoy contempladas en esa delirante y abigarrada casuística: que si género fluido, no binario, el género sui generis (que no sabe uno en qué diantre consiste, pero como etiqueta tiene su qué, transgénero, etc), aun cuando estamos hablando de mozalbetes que en el recreo juegan a las canicas o enloquecen todos tras un balón de fútbol. Esa opción, “niños/niñas”, fue vehementemente rechazada por lo más granado de nuestra progresía. Y de la mano del género, los uniformes, cómo no. Los niños, pantalones, y las niñas, falditas plisadas y calcetines largos. ¿A qué mente perturbada se le habrá ocurrido semejante barbaridad? Un verdadero horror machista y heteropatriarcal: el regreso a las cavernas y al modo de vida troglodita.
Mi generación fue mayoritariamente escolarizada (EGB) en el modelo basado en el dimorfismo sexual de la especie y no recuerdo haber sufrido trauma alguno por ello. Del bachillerato guardo una venial anécdota, “manos blancas no ofenden”, que aún hoy me provoca una amable y, acaso, melancólica sonrisa. Los pupitres eran de a dos. El primer día, cuando se formó el grupo de 1º 4º, toda el aula estaba llena, salvo un asiento libre junto a mí. Y entonces apareció ella, Marta Solé. No le quedaron más bemoles que arrimarse. Me ruboricé por su proximidad y me enamoré perdidamente de ella. Habíamos compartido pupitre y no tuve la menor duda: nuestro destino pasaría por la vicaría. Difícil dar con un adolescente más pánfilo y gilí. Luego la vida ya te va moldeando y a desengaños, trompazos y coscorrones, haces camino. Aunque no dejas de ser bobo si tienes predisposición a ello.
Pero, hete aquí, que no, que de lo dicho nada. Que el apartheid es algo fabuloso cuando de lo que se trata es de domesticar a los alumnos de origen hispanoamericano residentes en Cataluña. Átame esa mosca por el rabo. Y que el Mandela ése era un tonto del culo. Para esos malandrines, Elvis Antonio Requejo y Karol Leandra Cascajosa, la segregación por razón de lengua es una medida docente sensacional. Se ha publicado en la prensa que el “gobierno Illa” planea un período de reeducación de cinco meses para los tales, no a través del trabajo esclavo en colonias agrícolas, o en la zafra de la caña de azúcar, sino de un proceso intensivo de sustitución de lenguas: el catalán os hará libres… se leerá en el dintel de los barracones. Si alguien se pregunta por qué los ecuatorianos, hondureños o dominicanos, y no los magrebís, han de pasar por las horcas caudinas de una suerte de cuarentena lingüística previa, ha de saber que la suya es una pregunta tonta.
Los hispanoamericanos tienen la lengua española como lengua familiar y de uso social extendido, y por tratarse de una lengua potente y que les permite entenderse con personas de otras muchas nacionalidades, no la van a cambiar. Y no introducirán el catalán en sus vallenatos, cumbias, merengues y reguetones. No ha lugar. Por lo tanto, aprenderán, o no, los contenidos académicos en catalán, pero al salir del aula seguirán hablando en español. En cambio, los niños magrebís, si repiten el mismo patrón, hablarán fuera del recinto escolar en árabe, o eso consideran los nacionalistas. En todo caso, si desestiman el catalán y se inclinan por aquél, no pasará nada, pues se trasladará al observador bulliciosa imagen de multiculturalidad en nuestras calles y plazas y siempre será preferible que lo hagan en ese idioma a que correteen por ahí armando follón a gritos en la asquerosa lengua colonial. No en vano, el gobierno regional siempre ha demostrado preferencia por la inmigración norteafricana precisamente por ese motivo (se ha dicho que alrededor del 40% de los musulmanes residentes en España están avecindados en Cataluña). Recordemos la figura angular de Àngel Colom, que tras su paso por ERC y PI (Partit per la Independència, financiando por Millet y el “Palau de la Música”), recaló en CiU como Secretario de Inmigración, siendo frecuentes sus viajes de trabajo (y placer) a Marruecos.
Illa. Para mí tengo que la peor desgracia que padecemos los catalanes no nacionalistas, no es el nacionalismo en sentido estricto, pues el nacionalismo identitario (el de nuestros localistas furibundos) remite a una fase del desarrollo cognitivo y discursivo pueril, anclado en fábulas y leyendas, una historiografía literaria como de cuentos de hadas y duendes, y es un fenómeno risible: Breogán y su brumoso reino, la batalla de Arrigorriaga o nuestras cuatro barras de sangre, tachán. Otra cosa son las consecuencias que se derivan de su ejercicio del poder y entonces la sonrisa se te borra de un plumazo. Lo peor, y con diferencia, es padecer a aquellos que no se tienen por nacionalistas, pues así se definen los Montilla, Illa, aquella bazofia de ICV o Colau, pero que se comportan como tales y suben la apuesta cuando mandan para confundirse con el paisaje (nadie multó más por la rotulación comercial que el sonderkommando Montilla, nadie excluyó más la lengua española en las comunicaciones municipales de Barcelona que Colau, o ahora Collboni). De tal suerte que el nacionalismo nunca pierde, pues aunque el escrutinio y el reparto de escaños les sean desfavorables, de un modo u otro, siempre mandan, pues las políticas adoptadas son las suyas.
Se denomina “apartheid” a cualquier tipo de diferenciación social dentro del contexto de una nación (o región en el presente caso) que establece derechos estancos y distintos en función del factor social elegido como prevalente, de tal suerte que un sector de la población disfruta de plenos derechos y otro es relegado a la marginalidad. Illa ha ido más lejos que nadie. Y es que a veces los nacionalistas, “que no se diga, que no se nos vea tanto el plumero”, son más reacios a dar el paso que sus lacayos de librea: “qué narices, nos hacemos ver… y mis cojones a caballo. Aquí está Gunga Din-Illa, aguador del 1º de Fusileros de Pembroke al servicio de Su Graciosa Majestad”. Illa, el palanganero. Ni siquiera nos garantizan los impulsores de esta aberración que sus sesiones de adoctrinamiento (cinco meses) y ese esfuerzo “normalizador” (Sóc la Norma) acaben con la pertinaz propensión al “perreo” (“¡Dame más gasolina!”) del alumnado hispanoamericano, ese subgénero musical atorrante y manicomial capaz de enloquecer al más pintado. Claro, que si la alternativa pasa por engancharlos a los cantautores catalanistas, tipo Lluis Llach o Nùria Feliu, o al pop en catalán, no ganamos nada.
En esta componenda espantosa, que no ha tenido gran eco mediático por otra parte, acaso a la espera de ver en qué se sustancia ese plan bochornoso e indigno, los paralelismos con Sudáfrica son los que siguen: los nacionalistas encarnan al gobierno afrikáner y los socialistas de Illa interpretan el lastimoso papel de sus colaboradores de Inkhata, la facción zulú liderada por Buthelezi, que se apuntó a la segregación racial a cambio de un bantustán para él solito (un territorio, casualmente con la misma extensión de Cataluña) y dotado de un cierto nivel de autonomía. El más indigno de los papeles, pues una cosa es ser el malo de la peli, que luce mucho si la peli es buena, y otra, el mamporrero del malo, el subalterno que va detrás del jefe, encorvado, limpiando salpicaduras y chafarrinones con una bayeta al hombro.
Con el paso del tiempo a veces uno sospecha que en su día equivocamos el tiro, que eso de demostrar desde un punto de vista lógico y pedagógico el disparate colosal de la inmersión escolar obligatoria en lengua cooficial, no cala en la opinión pública, que está a otras cosas de más chicha (gambas, torreznos), pero menos enjundia. Artículos sesudos, estudios minuciosos, los mejores especialistas, pruebas a favor evidentes… cualquiera sabe que tenemos toda la razón del mundo, incluso los malos, pues no son idiotas. Pero a estos últimos, la razón y el sentido común les dan igual porque ellos se mueven en virtud de un proyecto político, de una voluntad. Y como nosotros no tuvimos nada de eso, perdimos la batalla, acaso la guerra. Desde el minuto uno habría aprovechado más enfatizar el vector “libertad” y contratar los servicios de un buen publicista. Por ejemplo, a ése que cuando se debatía años ha la aprobación de las bodas gays, zanjó la cuestión de un plumazo con un efectivo “¿Es que no quiere usted que la gente sea feliz?”, recurso “emotivista” y de ventaja, populista y demagógico, de auténtico tahúr, capaz de enmudecer al más empecinado detractor.
Bajo ese prisma, el de la libertad, el apartheid lingüístico que diseña el gobierno regional de Illa para los estudiantes de origen hispanoamericano es, posiblemente, una de las cosas más increíbles y espeluznantes que verán nuestros ojos.

Vidas paralelas: Salvador Illa y Mangosuthu Buthelezi, líder zulú y aliado, en tiempos, del gobierno segregacionista de Sudáfrica. Que ya luego supo avenirse a los cambios y formar parte del nuevo gobierno de unidad nacional tras la erradicación del apartheid
