Uno de los mandamientos que en vida nos dio Marta Ferrusola fue el de procurar al país una progenie inequívocamente catalana: Fem fills catalans (*). La natalidad patriótica es una herramienta de primer orden para evitar la desnaturalización de Cataluña por obra y gracia de la inmigración, lo mismo española que extranjera. Ferrusola fue prototipo de mujer empoderada, pues lo mismo acarreaba bolsas de basura repletas de billetes de 500 euros con destino a Andorra, dando ejemplo a su camada, que impartía normas morales y reproductivas para el sostenimiento y continuidad de la nación irredenta. Incluso sentó cátedra con relación al número ideal de hijos: tres. Aritmética uterina. El mayor, el heredero (“hereu”), para hacerse cargo de la empresa y continuar la saga familiar. La hija (“pubilla”), destinada a un matrimonio ventajoso con un ricohombre, y entre los varones el “segundón”, para dedicarlo a la política, bien fuera en el organigrama del partido, en la segunda escala de la administración regional (estructuras de estado) o, llegado el caso, al activismo asociativo, y si fuere preciso al terrorismo.
Las declaraciones de un merluzo colosal llamado Ignasi Farga nos remiten en cierto modo a ese inagotable manantial de sabiduría que fue la ilustre finada (Això és una dona! (**), así recibida en la balconada de la plaza de San Jaime, vítores y aplausos, por la enfervorecida multitud que mostraba su adhesión incondicional a Jordi Pujol tras su imputación en el caso “Banca Catalana”). Ignasi Farga es concejal de ERC en la localidad barcelonesa denominada Palau-Solitá (-Solità) i Plegamans. Ése es el alambicado nombre de la muy noble y leal villa, y no es una coña marinera. Ignasi forma parte del equipo de gobierno municipal en calidad de cuarto teniente de alcalde y es regidor de Educación y Juventud.
El interfecto nos recuerda al profesor de secundaria de la comarca de El Maresme que en una tractorada anterior se acogió a una baja laboral por depresión, anímicamente arrasado porque sus alumnos “pasan” del catalán, de las sardanas y de la obra poética de Joan Maragall. Son, el profe y el concejal, dos almas gemelas, espíritus afines. Mientras uno llora la desafección al país de las nuevas promociones estudiantiles, el otro manifiesta su voluntad de no engendrar hijos “por temor a traer niños castellanohablantes al mundo”. Ignasi Farga no pretende en su fuero interno desobedecer a Ferrusola, pero es un maltusiano condicional. Opta, en su ilimitada generosidad, por no reproducirse para evitar la más funesta tentación a esas criaturas no nacidas. Él tendría hijos, pero no para que esos arrapiezos hablen la lengua colonial. Imagina su prole, esos bebés inocentes a los que cambiaría los pañales amorosamente, convirtiendo motu proprio sus almas en un pozo ciego rebosante de heces y porquería, chamullando la española jerigonza en el parque infantil, en los columpios o en el balancín y, claro es, le entran los sietes males. Carne de su carne y sangre de su sangre hablando la lengua de las “bestias taradas”, como diría Quim Torra… ese gran estadista del que hemos perdido la pista.
Hay quienes desisten de la paternidad por no traer al mundo futuros parados, asalariados eventuales o perceptores vitalicios de ayudas no contributivas. O acaso pederastas, yonquis, narcotraficantes, pirómanos, psicópatas asesinos, raperos, abades de Montserrat, magistrados del Constitucional, cantantes de OT, meretrices trotonas, saltimbanquis, tontos de baba, recoge-boñigas y otros elementos de mal vivir. La descendencia futura activa temores ocultos y desvela prejuicios y fobias de las gentes del común. “¿Y si me sale un hijo merengue?”, se pregunta retóricamente el culé fanatizado. “¿Y si la niña se presenta en casa con un bombo de la mano de un negro o de un moro?”, se desespera el racista furibundo. Los riesgos están ahí y son esquivos al cálculo como la arena de la playa. Pues bien, sucede que Ignasi Farga no puede soportar en manera alguna traer al mundo un niño castellanohablante. Es la peor de sus pesadillas, su infierno particular. No puede concebir una tara más inmunda que ésa.
Son varias las opciones que Ignasi Farga tiene ante sí. Una de las más drásticas es la vasectomía, si es que previamente sometido a la analítica oportuna, la muestra contenida en el recipiente le hiciera apto para perpetuar su apellido. Siempre y cuando las declaraciones de Ignasi no fueran un brindis al sol, ese “postureo” tan común en la actualidad, y sus pulsiones eróticas tuvieran efectivamente en las damas el objeto de su deseo. Pero aún más concluyente sería la castración: lo mismo física, tijeretazo que te crío, que química. Muerto el perro se acabó la rabia, pues en ese caso no habría tentación capaz de levantar el genesíaco apéndice de la posteridad.
Pero, por esas vueltas, revueltas y cabriolas que da la vida, nos topamos al cabo de los años con Ignasi Farga acompañado de un mocosuelo. Se ha producido un inesperado desliz y tenemos descendencia. ¿Y ahora qué? La única salida sería la “sharia” lingüística. Al ladrón le amputan la mano, ¿No es eso? ¿Qué el niño se empecina en hablar en español? Muy sencillo: unas cuantas descargas eléctricas de alto voltaje en el velo del paladar por control remoto. Y si hay reincidencia, atrofia quirúrgica del aparato fonador. Aun así Ignasi no corrige los vicios de su retoño… para los casos refractarios: la amputación de la lengua. Y ya tenemos la parejita: Ignasi emasculado, un eunuco de la más extrema ortodoxia idiomática, y su niño, deslenguado, en sentido estricto.
Ignasi Farga es un caso extremo (él no es el paradigma), pero interesante, pues lleva la perversa lógica nacionalista al extremo y desvela un mecanismo prevalente en el seno de esa bandería, aunque en grado diverso. En él, y en el catalanismo en general, puede más el vector “odio” a aquello que percibe en su fuero interno como “enemigo a batir”, lo que impide que plenamente se manifieste y realice su idiosincrasia, que el amor a esa pretendida identidad propia. Alguien replicará que es al contrario, que tanto ama su lengua que es capaz de renunciar al relevo generacional para mantener intacta su pureza, pues no hay bastardeo de aquélla mayor que el pernicioso contacto con la pestilente lepra españolizante. Aunque el muy elevado precio a pagar sea el suicidio genético de la comunidad, su extinción voluntaria.
No seré yo quien le quite la idea de la cabeza. Seamos prácticos, si los Ignasi Farga de este mundo deciden no reproducirse al adoptar la “vía Xirinacs”, pero no de cuello para arriba, si no de cintura para abajo, quedando sus odios en dique seco, fosilizados en los cataplines, en apenas unas décadas podrían cambiar las mayorías parlamentarias a nivel regional y los nacionalistas entrarían por derecho en la lista de especímenes en serio peligro de extinción. Y, de no creer, Cataluña se libraría al fin de los catalanistas, mas no por efecto de la feroz represión, sino por la abstinencia o cuando menos por la fornicación infértil. La contrapartida onerosa es evidente, pues al tiempo descenderían acusadamente los cotizantes futuros, comprometiendo gravemente la percepción de las mensualidades pensionadas.
El botarate de Ignasi Farga cierra, al cabo de los años, el círculo abierto en su día por Lluis Recoder, alcalde que fuera de Sant Cugat (CiU). El munícipe interrumpió airadamente un pleno del parlamento regional, pues un diputado del PP (Julio Ariza, creo recordar) hizo su intervención en español. Recoder asistía a la sesión acompañado de una representación de escolares de su localidad. No pudo sufrir la salvaje agresión contra los pequeñuelos indefensos perpetrada por el orador, se levantó de su asiento y clamó desesperadamente un paternalista “por favor, que hay niños”.
Ambos, intentado preservar a las criaturas de la morbidez idiomática, de la valencia envilecedora y corruptora de la lengua española, transitan el camino sin retorno de la anhedonia, que es un severo desarreglo de la conducta, una condena a la infelicidad y a la impotencia. Sabido que no podemos vivir en una burbuja aislados del mundo exterior, es imposible evitar la contaminación lingüística si la lengua conviviente en la finca de vecinos, o en la cafetería de la esquina, es la española, ni la danesa, ni el vascuence, la española decimos, con notable difusión a escala planetaria… por mucho que se proscriba en el ámbito institucional o en la escuela. Ten hijos, Ignasi, y no ganarás para disgustos. O eso, o te cortas el pito. Chico, son habas contadas..
(*) «Tengamos (aprox) hijos catalanes»
(**) «¡Ésta sí es una mujer!»

Que sepas, papi, que me gustará el reguetón, cantaré “yo soy español, español, español” y diré lo-lo-lo-lo al sonar el himno nacional y mi héroe será Carvajal… quien avisa no es traidor…
