Días atrás leí una noticia en Dolça Catalunya que me llenó de auténtica consternación. El hecho luctuoso ocurrió en un centro de enseñanza secundaria sito en la comarca de El Maresme. Un profesor, como ese púgil grogui que encaja una demoledora serie combinada de jabs y uppercuts, bajaba los brazos y caía de morros a la lona. Está de baja por un cuadro de ansiedad. Nuestro profe, gran fajador de golpes, confiesa con pelos y señales los motivos de su inapelable derrota y al punto una corriente de empatía de alto voltaje nos acerca a ese héroe anónimo, vale que abatido, pero héroe al fin y al cabo. Y es que esta sociedad acomodaticia y falta de valores exige al profesorado más de lo que esos docentes abnegados y vocacionales pueden dar. Pedimos demasiado y por lo común olvidamos que esos profesionales son humanos, están hechos de nuestro mismo barro y cuando les hieren, sangran.
Nuestro hombre es profesor interino de catalán, según confiesa, desde el año 2017. El detonante de su baja laboral, perfectamente justificada, es la vehemente “catalanofobia” de un segmento amplio del alumnado. Percibe en las enfangadas trincheras de la enseñanza un fuerte desapego por Cataluña. Entre los jóvenes, añade, “se ve el catalán como un fastidio”. Reproches del tipo “qué pesado con el catalán”, “estamos en España”, “viva Franco” y “viva Vox”, salen como sapos y culebras de la boca de los futuros bachilleres. En El Maresme se abrieron las puertas del infierno. Mucho me temo que el profe habría infartado directamente, y habría pasado a mejor vida (“Señor, llévame pronto”), de haber proferido los chicos bajo su providente tutela más elaboradas y desconcertantes divisas del tipo “viva el juez Aguirre y muera Puigdemont”.
En otra anécdota, la mar de jugosa, se advierte la magnitud de la tragedia y uno se explica la razón de su abatimiento colosal y sin enmienda. Nuestro paladín de la inmersión obligatoria nos lleva de la mano a la zozobra más absoluta y nos asoma al abismo del que ascienden sulfúreas emanaciones:
“(…) en otro centro, enseñando una sardana, estudiando a Joan Maragall, recuerdo que los inmigrantes se reían (intuyo que quiso decir “se pitorreaban”) y, además, me decían que “no les gustaba el catalán” (…)”
Pequeños monstruos. Uno se imagina a esos chicos “inmigrantes” (según la definición del paciente) todo el santo día enchufados a sus auriculares o regalando sus gustos musicales a los demás, generosamente, a toda castaña, desde los bafles móviles que trasladan de un sitio a otro, como kamikazes embalsamados en metanfetamina, a bordo de sus patinetes eléctricos. Que si perreos, reguetones, rimas urbanas interpretadas por mozalbetes malotes disfrazados de delincuentes y con más collares encima que el jefe de una banda de narcotraficantes. Y para sacarlos del mal camino y conducirlos por la senda de la ortodoxia identitaria, no se le ocurre mejor estrategia a nuestro deprimido “profe” que iniciarles en el apasionante mundo de la sardana. Toma del frasco. Y como era previsible, esos chavalotes de barriadas poligonales se licúan transidos de las más sublimes emociones al dulce son de la tenora y de la flauta traversa.
Admito que la sardana me inspira sentimientos encontrados: por un lado me limpio el culo con la más apreciada de nuestras danzas regionales, pero, por otro, siempre gusté de echarles un somero vistazo, a pesar de su monótona coreografía, por aquello de gozarme visualmente del rítmico bamboleo bajo la blusa, arriba abajo, abajo arriba, de los cocos de las sardanistas durante los saltitos de la “tirada” preliminar. No soy el único, por lo que sé. Es una sensación compartida con amigos y conocidos, los muy pillastres. Con todo, y por mucho que versificara Maragall, la sardana no es, ni de lejos, “la dansa més bella de totes les danses que es fan i es desfan” (*).
De modo que nuestro “profe” marismeño (de El Maresme) se duele de la actitud desafiante de esos muchachos insolentes y faltos de atavío. ¿De qué se queja? Cuando estudiábamos en el instituto, in illo tempore, nos decían que a los jóvenes correspondía desempeñarse en la transgresión, en la iconoclastia y la irreverencia. Que era casi un imperativo biológico de la edad, como el acné o el desbarajuste hormonal. Que nuestra misión pasaba por cuestionarlo todo: “un patriota, un idiota”, “una bandera es un trapo”. Cierto que luego supimos que los tales eran unos patriotas de tomo y lomo, pero de otras patrias y que su desapego de las banderas era selectivo, pues veneraban las suyas. En definitiva, que entraba en el guion ser bobo, inconsciente, apasionado y levantisco. Que el tiempo y la vida nos esculpirían a desengaños y mamporros y templarían al fin nuestros caracteres.
Pues, ahí lo tienes, el “profe” doliente representa el mundo de los mayores, el orden oficial y regimental (es uno de sus agentes de choque). Y es obligación de los muchachos rebelarse. Y lo hacen, en buena lógica, contra uno de los preceptos más cansinos de la hora presente: la obligatoriedad del catalán en la escuela y en cualquier otro ámbito de la vida pública, otrosí de la sumisión al ideario nacionalista. Pero hete aquí que no, que al interfecto le desarbola la rebeldía adolescente en la faceta lingüística. Mira tú qué cosa. En eso los chicos han de seguir las consignas a rajatabla, más tiesos que un clavo, y reservarse la rebeldía para otras causas. “Nenes, hay que transgredir, pero si no acatáis los imperativos de la ortodoxia lingüística sois unos fachas, unos “nyordos” (cagarrutas), unos colonos y unos españolazos apestosos”.
Habrían de preguntarse los promotores del monolingüismo catalanista por qué diantre se produce ese extrañamiento. La respuesta, si la desconocen, se la proporciona este modesto licenciado en SC, Sociología de Cafetería. El hartazgo del prohibicionismo es uno de los factores, aunque es cierto que ese vector actúa también, incluso con mayor fuerza, entre los adultos con una personalidad más o menos hecha o estabilizada. Entre los jóvenes acaso influya más el vector direccional, el dirigismo, no tanto basado en vetos como en consignas: “habla catalán en el patio”, “úsalo con tus amigos y en las redes sociales”, “en la discoteca, también en catalán” junto a “lávate las manos después de hacer popó”. En todo caso, ambas estrategias sostenidas con mano firme en el tiempo generan rechazo y aborrecimiento. La consecuencia, al margen de multas, legislación abundante y meticona, insistentes recomendaciones y dinero a espuertas invertido en el fenómeno “viure en català” (**), la lengua protegida y promocionada por el régimen deviene, dicho a la pata la llana, un auténtico y descomunal coñazo… más allá de convertirse en un pivote de la lucha política y en una herramienta al servicio del sectarismo, es decir, en un ariete contra la libertad en un sentido amplio. Los jóvenes, esto último lo perciben con menor claridad, pero lo anterior, la valencia “coñazo” o “tostón”, “turra colosal”, la detectan al punto por su acusada propensión a clasificar inmediatamente las experiencias entre placenteras o aburridas, desagradables, latosas y cargantes.
¿Y qué propone nuestro heroico interino para salir de este mal paso? Mayor vigilancia en la escuela. Acabáramos: qué original. Un profesorado entregado en cuerpo y alma a la inmersión, apóstoles-soldado del adoctrinamiento, las Waffen SS en el ámbito de la docencia. Emular la actitud de esos casos que periódicamente saltan a la prensa digital resistente de un profesor integrista que no admite las conversaciones en lengua española de sus alumnos, que les rebaja la nota si incurren en la heterodoxia idiomática o les deniega el permiso para ir al baño si no lo solicitan en catalán. En lugar de ansiolíticos para sanar su dolencia, o unas infusiones, la manzanilla es ideal para calmar esos nervios, nuestro “profe” aboga por más mano dura. Considera, pues, que la presión actual no es suficiente. ¿No ha comprendido que la prohibición tórnase odiosa e insistir en ello favorece el efecto contrario al deseado? No lo parece.
En resumidas cuentas, nuestro “profe” ha sido una víctima más de la disociación cognitiva de masas que instauran los regímenes identitarios. Él vive en su realidad paralela, mirando en su casa, tan ricamente, los debates monocordes de TV3 y su sesgada programación cultural. El hombre se levanta de buena mañana y se prepara un cafelito con un golpe de leche de la marca localista Llet nostra que regularmente compra en la cadena Bon Preu, donde adquiere también las camisetas promocionales de cada 11-S, al tiempo que sintoniza el parte radiofónico de RAC-1. Flota ingrávido en su burbuja “catalanistoide” y nada sabe del fango, del muladar que es el mundo exterior. Da por cosa segura que a toda la juventud le chifla el pop en catalán de esos birriosos grupos musicales financiados por el gobierno regional (no daré nombre alguno por pudor) y que la sociedad toda anda sumida en un sin vivir por el regreso a casa triunfal, con todos los honores, de Puigdemont y su fugada troupe.
Pero va la terca realidad y le propina un doloroso puntapié en las pelotas y descubre ahora, cruel y trágicamente, que la Cataluña cotidiana, la Cataluña de a pie, es otra muy distinta cosa, esquiva a sus certezas y convicciones, sobre todo Barcelona y su conurbación, incluso El Maresme, y no coincide en absoluto con el cuento de hadas de la emisión matutina de Mónica Terribas o de Antoni Bassas, ni con esos días idílicos de sus vacaciones veraniegas en el seno reconfortante, nutricio y materno, de esa Cataluña profunda, la del cinturón de la “barretina” calada, en Capolat o en Castellar del Riu, donde echa una siestecita reparadora bajo la protectora sombra del legendario “Pi de les tres branques” (***). Nunca sospechamos que nos acecha la mierda hasta que nos cae encima. Un muy buen amigo, y sin embargo abogado, me manda un elocuente guasap del púgil Mike Tyson que hace al caso: “Todos tienen un plan… hasta que les meto la primera hostia”. El duro zarpazo de la realidad.
(*) “La danza más bella de todas las danzas que se hacen y deshacen”
(**) “Vivir en catalán”
(***)”Pino de las tres ramas”, símbolo arbóreo del nacionalismo aborigen

“No entiendo por qué se juntan tantos señores a mi alrededor para mirarme cuando bailo una sardana”
