Cuando Salvador Sostres alardeaba de su pertenencia a la grey nacionalista, gustaba de repetir que él sólo hablaba en español con el servicio. Que el español en Cataluña era (es) una lengua socialmente inferior (y es completamente cierto, pues a ello ha sido reducida briosamente por el régimen localista con la inestimable colaboración de los sucesivos gobiernos nacionales de PSOE y PP), minusvalorada y de uso exclusivo con los empleados domésticos. La lengua de la mayordomía y de la servidumbre: porteros de fincas, criadas, operarios a domicilio, menesterosos callejeros a quienes dar una limosna para que tomen un café con leche, camareros, prostitutas, camellos, limpiabotas… ese tipo de paisanaje. Que las élites, contrariamente a lo que sucedía décadas atrás, hablan entre sí en catalán, que es el idioma actualmente prestigiado. Que el español es, en definitiva, el idioma de pelagatos, rascapieles, pinchaúvas y gente de mal vivir. El idioma del subempleo y de la cola del INEM (ahora SOC, Servei d’Ocupació Català, por transferencia competencial).
Sucede que tras varias décadas de exclusión de la lengua española de los espacios públicos en Cataluña, de las aulas (pre-escolar, primaria, secundaria y universidades), de las comunicaciones institucionales, y al tiempo, de la progresiva imposición del catalán, todo quisque, todos los alumnos escolarizados a partir de los años 90, al margen de su lengua de referencia familiar y de su procedencia geográfica, tienen competencia oral (y a veces incluso escrita) en lengua catalana. Este dato no es baladí, pues nuestras promociones estudiantiles son las únicas de todo el mundo, incluidas la Polinesia francesa y las islas Trobriand, junto a mallorquinas y valencianas, que dominan con soltura la lengua catalana, hecho objetivo que les confiere notoria ventaja frente al alumnado del resto de España y de las grandes potencias occidentales. Prohombres del futuro cursan estudios en prestigiosas instituciones como Eton, de acuerdo, pero de allí salen sin saber catalán, arrea, carencia que, respecto a nuestro cultivadísimo alumnado, les deja en clara inferioridad para regir los destinos del universo.
De tal suerte que la burguesía catalana y el catalanismo político modifican el marcador clasista de la lengua y exigen que todas las conversaciones cotidianas se produzcan en catalán, sobre todo con los oficios subalternos o de baja cualificación y, si ello no es posible (volem viure plenament en català… “queremos vivir completamente en catalán”), montan en cólera. Y así hemos asistido, de un tiempo a esta parte, a una batería de denuncias en las redes sociales de conocidos activistas del monolingüismo obligatorio que se rasgan las vestiduras porque en una cafetería los empleados les han atendido en español. Este reproche idiomático no ha lugar, curiosamente, si el abogado que han contratado y les puede salvar de la cárcel por un desfalco millonario les defiende en la lengua proscrita o si el mejor cirujano que ha de operarles de un grave problema coronario, estando su vida en tan peritísimas manos, les habla con un ceceo pronunciadísimo. En situaciones así, la disonancia lingüística que viven como desgarradora tragedia, según afirman, entre el llanto desconsolado y la desesperación, se diluye considerablemente.
Los ejemplos se han sucedido con una cadencia de tiro asombrosa y los separatistas más furibundos promueven “boicots” a algunos establecimientos a través de las redes. La “camarerofobia” llama a nuestra puerta. Dos de los más asiduos protagonistas de tan intrépidas “acciones lingüísticas” son el fanático Joan Lluis Bozzo (Dagoll Dagom), siempre en alerta “contra los malos catalanes”, y Joel Joan, presunto actor y director de “titularidad pública” (porque casi todo lo hace vía subvención). Esos boicots son en la hora presente las acciones más arriesgadas del segmento “lazi” del paisanaje, tras las espaciadas y menguantes movilizaciones “procesuales”. Esas micro-campañas constituyen una suerte de premio de consolación para la citada bandería. No arrojan como resultado la obtención de la ansiada independencia de Cataluña, pero si se ponen a ello, ese mes le joden la facturación a la “Cafetería Lolines”. Toda una machada. Menos da una piedra.
Sólo que en ocasiones la sobreactuación puede deparar episodios verdaderamente deliciosos para recrearse en intenso paladeo. Hete aquí que un catalanista hiperventilado se presentó en un restaurante (enlace de la noticia disponible) y al comprobar que no figuraba el menú en lengua catalana, y ante tan incalificable agresión, llamó a los Md’E (Mossos d’Esquadra), a Emergencias Médicas, por si le daba un síncope, y hay quien dice que también a los bomberos y a los cascos azules de la ONU, aunque ese extremo no ha sido confirmado por nuestras fuentes. Sorprende que, cuando menos, no comparecieran los bomberos, habida cuenta de su intachable trayectoria al servicio de la causa separatista en estos últimos años y que, una vez desplazados al lugar de los hechos, no la emprendieran a hachazos contra el subversivo local. La cuestión es que no se presentó ninguna de las patrullas requeridas por la doliente víctima y, tras media hora de espera, y recuperadas sus constantes vitales, abandonó su infructuosa tentativa.
El establecimiento rectificó al punto e incluyó una carta en catalán para evitar en lo sucesivo incidentes similares, por lo que nuestro héroe anónimo, y a pesar de haber jugado con fuego poniendo en grave peligro su salud, se salió con la suya y, al fin, pudo cantar victoria. Nadie dijo que fuera fácil. Hace tiempo, una persona muy querida y cercana me dijo que “era muy importante, y preferible a la instrucción académica en español, que sus hijos tuvieran un dominio perfecto, oral y escrito, de la lengua catalana, pues donde viven es un requisito indispensable para tener una vida profesional satisfactoria”. El tiempo, aliado con la cobardía y traición de los gobiernos nacionales, le ha dado la razón. Gracias al «vertiginoso aumento de la productividad industrial» (índice comparado de creación empresarial en Cataluña, captación multitudinaria de inversiones extranjeras, etc) desde la eclosión de la fase rupturista del “soberanismo”, las oportunidades laborales para nuestros jóvenes no tienen parangón en el mundo conocido y más que nunca la competencia en lengua catalana es la piedra de toque para ejercer sin sobresaltos los oficios del presente y del futuro en nuestra amada región: camarero y parado, pero eso sí, con el flamante nivel C en el bolsillo.

Marchando una ración de “eles geminadas” para la mesa cinco
