La «grandeur de la France»

Francia es una gran nación. Nadie lo duda. Ni siquiera la mayoría de los franceses. Tradicionalmente no han gozado de muchas simpatías aquende los Pirineos por aquello de la envidia que suscita una nación “nacionalmente empoderada” y que ha cultivado el “chauvinismo” con exceso de celo. Nos invadió la Grande Armée napoleónica… (yo no estuve, pero me lo han contado: el “nos” es por darle carrete a la idea de continuidad nacional)… a principios del siglo XIX y no han dejado de hacerlo posteriormente con ideas, modismos y otras cuestiones que entrarían en el campo del intercambio, o mejor, de la irradiación cultural. Se les dedicó una expresión enconada y despectiva, “gabachos”, hoy caída en desuso, afortunadamente. Francia, como España y Gran Bretaña, han sido, en la edad “moderna” (siglo XV en adelante), los principales focos civilizatorios de Europa occidental, dicho así, a brochazos y sin entrar en más precisas consideraciones.

En no pocas conversaciones a lo largo de nuestras vidas hemos gozado de las edificantes opiniones de familiares y amigos con relación a “lo francés”. A aquellos de ideas más “avanzadas”, los más “progres”, se les cae de la boca, a cada paso, una suerte de insana envidia frente al colosal vecino: “nos llevan décadas de progreso y democracia”, “ellos guillotinaron a sus reyes”, “ay, si fuéramos una república como Francia…”. Pues les tomo la palabra, sin ser republicano, y me deshago en alabanzas al equivalente galo del Tribunal Constitucional que en mayo de 2021, hace un año, dictaminó, notición que aquí pasó desapercibido, que “La República tiene la única obligación de garantizar la escolarización de “sus hijos” en francés, por ser éste su idioma común». Es sabido que los republicanos más acérrimos son muy dados a reclamar la paternidad, “sus hijos”, de todos los menores avecindados en los territorios bajo su jurisdicción, como hizo, con menor solemnidad y mayor torpeza, la calamitosa ex ministra Celaá, recompensada por su birriosa ley educativa, empeorada si cabe por su sucesora, con plácido destino diplomático ante la Santa Sede. Y con peineta la vimos: cosas veredes, amigo Sancho.

No quiere decirse que Francia, como el resto de la Europa de las libertades, no esté dispuesta a suicidarse culturalmente, a pegarse un tiro en el pie, por obra y gracia del cacofónico y destartalado zurriburri de la ideología woke, hoy dominante, y también a canjear el cosmopolitismo propio de una gran nación por el fracaso clamoroso (y premeditado) del multiculturalismo (*), pero en determinados ámbitos pareciera que no le urgen las prisas que en España son para desertar de su condición nacional. Y la más fehaciente prueba de ello es la doctrina lingüística que su más alto tribunal blande con mano firme como elemento angular y vertebrador del régimen republicano. En esa materia (no en otras), en Francia, se hace realidad la opinión de Juan Manuel de Prada (denostado por la progresía, de derechas e izquierdas) cuando dice que “los pueblos que han deseado mantenerse fuertes, han procurado evitar a toda costa el desarraigo; y se han afianzado en la defensa de aquellas realidades tangibles y espirituales (la lengua participaría de esas categorías) que los constituían comunitariamente (**)”.

El dictamen de la magistratura francesa se producía al tiempo que en España se debatía la co-oficialidad del bable en Asturias, del “batueco” en Las Batuecas, se perfilaba en negociaciones, entonces de tapadillo entre Bildu-Batasuna (la ETA blanqueada) y PSE, la delirante e inverosímil inmersión total en vascuence en la escuela pública, y se confirmaba la complicidad del gabinete frentepopulista de Sánchez con la nada sorprendente desobediencia del gobierno regional de Cataluña a las tímidas sentencias (25%) del TSJC.

Prosperó en la Asamblea francesa una sorprendente Ley para la Protección y Promoción de Lenguas Regionales impulsada por un diputado bretón, Paul Molac, que, como sucede de continuo en el país vecino, ha pasado por un montón de formaciones de distinto signo. Sorprende que el instigador no haya sido precisamente un diputado electo en lo que nuestros aborigenistas denominan la “Catalunya Nord”, es decir, el departamento de Los Pirineos Orientales, capital en Perpiñán, y con alcalde hoy de la lista de Marine Le Pen. Es decir, que no fuera autoría de un diputado catalanista infiltrado en una candidatura de ámbito nacional, pues cuando los tales concurren por sí solos a las urnas jamás rebasan el umbral del 2% de los escrutinios: una verdadera ruina. No olvidemos que los partidos de inspiración separatista, aquellos que pretenden segregar una parte del territorio francés, están prohibidos por las leyes republicanas y si alguno de sus gerifaltes pretende hacer carrera política ha de morderse la lengua e integrarse en la lista de un partido tradicional para ejecutar con discreción su labor de zapa cual minúscula hormiguita. 

 Con todo, la ley aprobada en un primer momento, era una ley de modesto alcance disgregador, todo hay que decirlo, pues no postulaba la inmersión total en las aulas, si se compara con el delirante modelo lingüístico imperante en España. Su pretensión era establecer, a guisa de prueba piloto, un itinerario lingüístico alternativo en horas lectivas de proporción variable. Error en cualquier caso. Pero hete aquí que el ministro de Educación del gobierno Macron, Jean-Michel Blanquer, recupera el raciocinio, pone pie en pared, reúne a 60 de sus diputados y según declara el interesado, confiesa ante su auditorio, pálido de terror, que no quiere vivir en Francia el fenómeno catalán (textual). Y eso basta para que todos, aflictos y estremecidos, y entre temblores de agonía, den su firma y el ministro salga corriendo rumbo al alto tribunal con el recurso bajo el brazo. Y en muy pocos días, los magistrados dictan sentencia. Nada que ver con los nuestros, que tienen desde hace años importantes materias pendientes de fallo arrinconadas entre legajos polvorientos. Y anulan el artículo clave, el que propiciaba la posibilidad de impartición de asignaturas en lengua distinta al francés en la escuela pública

Cabe decir que en Francia, lo leo en un digital, hay alrededor de 12 millones de alumnos y de ellos unos 170.000 reciben algunas clases en lenguas regionales (catalán, vascuence, bretón, etc), fuera del estricto horario escolar, entendámonos. Estamos hablando de, ahí es nada, el 1’4% del total. Un alumno entero y dos extremidades de alumno de cada cien. Y hablando de escolarización estricta y de estrictos horarios, el equivalente francés de nuestro Constitucional ha ido, en la aclaración de los fundamentos de derecho, más allá de lo exigible. Sostienen Sus Señorías que con el dinero detraído a la ciudadanía vía impositiva, el Estado, es decir, la República, sólo tiene obligación de escolarizar a los alumnos en la lengua común de la nación, y sólo en caso de que la administración no pudiera prestar ese servicio básico en el más apartado rincón de Francia, circunstancia harto difícil dado el tamaño elefantiásico de la burocracia gala, los particulares interesados estarían habilitados, sometidas las materias educativas a la vigilancia de las autoridades, a impartir asignaturas en lenguas regionales (no oficiales a día de hoy), siempre y cuando costearan la fiesta de su propio bolsillo. Es decir, ni un euro de las arcas públicas. Toma castaña. Vive la France! Quiero ello decir, entre otras cosas, que los franceses no establecerán barreras lingüísticas entre sí, que no impedirán con esos mecanismos en apariencia inocuos el libre tránsito de familias trabajadoras por el territorio nacional, pues de la mano de la inmersión en lenguas regionales, llega el adoctrinamiento localista o cuando menos un enfoque socio-histórico del aprendizaje académico geográficamente limitado y tendente al aldeanismo que desincentiva la movilidad.

Francia es una gran nación, con sus claroscuros, como todas las naciones… grandes o pequeñas. Francia ha sido un auténtico dolor de muelas para sus vecinos y enemigos, y eso también hace grande y prestigiosa a una nación. Su acervo cultural, su patrimonio histórico, sus creaciones artísticas de toda índole, son conocidos y envidiados en medio mundo. Hemos leído y admirado a sus escritores, novelistas, poetas, comediógrafos, ensayistas, contemplado con arrobamiento las composiciones de pintores egregios, las obras de sus más reputados escultores y arquitectos… tarareado a sus trovadores y grandes intérpretes, enmudecido ante fastuosos monumentos.

La historia de Francia y su legado histórico-artístico no cabe, es seguro, en la tapa de un yogur. Hay donde elegir, los sonetos de Ronsard, o los de Brasillach a la espera del pelotón de fusilamiento, las malignas flores de Baudelaire y una joyita de orfebrería literaria, “El esplín de París”, los excesos de Rabelais o las exquisiteces de Cocteau. Entre Balzac, Víctor Hugo, Flaubert, Stendhal o Zola, un servidor se queda con las Memorias de Ultratumba del, al decir de algunos, trasnochado vizconde de Chateaubriand… para gustos los colores. Y aún con otros sublimes decadentes como Villiers de L’isle-Adam, Barbey d’Aurevilly o Nerval. Y hagan sitio a Los cuentos de Maldoror, de Isidore Ducasse, el malvado conde de Lautréamont. Un cuentista como Maupassant y un humorista de la finura de Queneau, patafísico honorífico, que, todo hay que decirlo, no es mejor que nuestros Gómez de la Serna, Camba o Cunqueiro.

Hay mucho más, pero cito lo que es más de mi gusto. La grave erudición de Georges Dumézil o de Claude Lévi-Strauss. El humorismo refunfuñón de desollado vivo de Ciorán (nacionalizado francés) y Camus, preferibles a Sartre, a Derrida y Foucault, exponentes de la extinción civilizatoria. Jacques Revel. El autorretrato de Courbet, que por sí solo merece una pinacoteca, Manet, Monet, Degas, Renoir y Cézanne. Y Picabia, autor del estremecedor cuadro “La revolución española” que, en reproducción de baratillo, preside mi modesto despacho. Los culos fastuosos de Gérôme, el Tinto Brass de los lienzos. “El viaje al fin de la noche”, de Céline, obra cumbre de la literatura contemporánea, o la recentísima genialidad e insolencia de “Sumisión”, de Houellebecq. Y sus dramaturgos y cineastas, entre los que elijo al ascético Robert Bresson (“Diario de un cura de campo”), a Eric Röhmer (“El rayo verde”), a Truffaut (“Al final de la escapada”, “Los 400 golpes”) y a Louis Malle (“Lacombe Lucien”). Y las aventuras de Tintín y de Asterix, que me dan más calorías. Y aquí me planto, pues de lo contrario les dejo sin tiempo para escuchar a Charles Aznavour… ¡Ah!… ¿Qué ustedes prefieren a Édith Piaf, Jacques Brel (franco-belga) o Gilbert Bécaud? Muy bien. También los Gipsy Kings y Ricky y Amigos son Francia. No sabría uno por dónde empezar. Es lo que tiene, acuñó la divisa De Gaulle, la grandeur de la France. Y para muestra un botón… la cara más amable… de todas las grecias, las romas y las francias.

(*) Lecturas recomendabilísimas: “La extraña muerte de Europa” y “La masa enfurecida”, ensayos de Douglas Murray, por consejo de mi abogado, y sin embargo amigo, Antonio Ramos.

(**) “Una enmienda a la totalidad”. El mismo asesor literario.

Obra de Jean-Léon Gérôme: imposible apartar la mirada de la parte central de la composición

https://www.abc.es/sociedad/abci-francia-rechaza-inmersion-linguistica-y-lenguas-vehiculares-regionales-escuela-202105211823_noticia.html

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