Malsín: Cizañero, soplón. II Persona que denuncia, acusa o delata a alguien.
Esas son las dos acepciones que del término “malsín”, procedente del hebreo, da la versión on-line del diccionario de la RAE. Es un concepto, no muy honroso, con el que el lector que acuda al monumental ensayo de Julio Caro Baroja, “Los judíos en la España Moderna y Contemporánea (editorial Istmo)”, se topará a cada paso.
Expresión hoy en desuso, fue muy común en los siglos XVI a XVIII, para designar a aquellos que daban chivatazo anónimo a la autoridad inquisitorial de presuntos “judaizantes”, es decir, de personas cuya conversión al cristianismo, tras el decreto de expulsión, 1.492, no había sido sincera, sino un ardid para salvar el pellejo y que, a escondidas, continuaban practicando los ritos de la fe mosaica. No hace falta ser un lince para ver que un modelo de tal guisa amparaba al envidioso de la fortuna ajena, al rencoroso que no perdonaba un agravio o al intransigente furibundo… conductas, en definitiva, propias de una moralidad poco estimable, habida cuenta de los muy serios aprietos en que se ponía a la persona denunciada. Ni que decir tiene que en muchos casos el malsín (Caro Baroja, cual metódico ratón de biblioteca, da cuenta de ello huroneando entre miríadas de archivos) era también un judaizante que, mediante la delación, confiaba en salir indemne en su vida y hacienda de un proceso similar. Un mecanismo viciado que propiciaba una asfíctica atmosfera de terror y desconfianza.
Ese formidable ejército de delatores fue más tardíamente replicado en la antigua RDA, claro que por distinto motivo, aunque en el fondo el mecanismo es similar: señalar al “hereje”, en su caso, al opositor, presunto o cierto, del régimen comunista. Sergio Campos Cacho, autor del minucioso ensayo titulado “En el muro de Berlín” (editorial Espasa), revisando informes y expedientes como un loco, aporta un cómputo de paisanos reclutados por la Stasi para informar de sus vecinos sospechosos: los largos tentáculos del socialismo real. La nómina de confidentes ascendería (cito de memoria), a unos 190.000 para algo menos de 19 millones de habitantes. Un “malsín”, en cifras redondas, por cada 100 alemanes bajo la bota soviética. Una puta locura. Ítem más: si a los paisanos reclutados sumamos los agentes de carrera de la Stasi (el escudo y la espada del partido) y de otros órganos represores del régimen, la ratio baja de 50 habitantes por espía. Un “paraíso” a degustar con auténtica fruición por los amantes de las libertades.
La Stasi, sucesivamente liderada por eximios criminales como Wilhelm Zaisser y Erich Mielke, brigadistas en España, apunta Sergio Campos, reclutaba a sus informadores amateurs entre gente del común mediante el infalible procedimiento de explotar sus flaquezas y debilidades, proveerles de medios básicos para la subsistencia o garantizar estudios o atención médica a familiares a cambio de sus servicios, tal y como vemos en esa extraordinaria película titulada “La vida de los otros (Florian Henckel, 2006)”, citada en tractoradas anteriores.
Un tercer grupo de soplones, de malsines contemporáneos, es el que nos traslada a Cunit, localidad costera de la provincia de Tarragona. El periplo por esta Cataluña nuestra tiranizada por el nacionalismo nos llevó a Balaguer, Besalú, Tortosa y Vich, y a no mucho tardar nos acercará a San Carlos de La Rápita. A los malsines de Cunit, en cambio, no les mueve, para largar por la muy, ni salvar el pellejo, ni la codicia, ni la contraprestación por un episodio vital crítico. Nadie les tiene agarrados por las pelotas. Lo hacen por placer, porque les gusta… por amor al arte. A cambio de nada. Por esta razón, de todos, son los peores. Porque la delación anónima forma parte de su sociedad ideal, de su paraíso en la tierra. Es el mejor de los mundos posible, que quieren para sí y para sus hijos.
En efecto, en Cunit, municipio supuestamente turístico, el ayuntamiento regido por la dupla PSC-ERC (se alternan la vara consistorial cada dos años) rotula exclusivamente en catalán toda la información concerniente al uso y disfrute de la playa, conforme a los procedimientos habituales en la Cataluña paleta y cejijunta. La “info” en la lengua común y oficial, propia de muchos de sus residentes, brilla por su ausencia. Alguien dirá: “nada nuevo bajo el sol”. Sí, pero no todo el mundo se resigna a ese silenciamiento premeditado, que es ofensivo y además ilegal. El protagonista de este episodio, JGG, entendió que el menosprecio a la lengua española exigía una protesta cuando menos simbólica y pertrechado de un rotulador, y sin tachones, ni emborronamientos de por medio, y sin impedir la lectura de los paneles informativos, añadió al texto una escueta leyenda: “sólo en catalán es excluyente”. En eso, dar fe notarial de una evidencia, consistió su horrendo delito.
Hete aquí que a JGG le barran el paso dos voluntariosos malsines. Se encaran con él obviando las debidas presentaciones a las que obliga la urbanidad más elemental. Le afean su conducta y, sin que aquél dé su consentimiento, le tiran una foto, plano frontal, con un celular, violentando su derecho a la privacidad. Esa fotografía llega a la comisaría de la Policía Local antes que el propio JGG… pues hacia allí se encamina tras el incidente para inquirir si le asiste el derecho a denunciar a unos individuos no identificados y, en ningún caso, agentes del orden, por vedarle el paso en la vía pública y hacerle una fotografía sin su permiso. Nuestro héroe, por espacio de una hora, vive un episodio de tintes kafkianos. De un departamento a otro, de acá para allá y de allá para acá, como la falsa moneda. Fatigado, cariacontecido y sin ser oído, se regresa a su casa… y al cabo de unas semanas, encuentra en su domicilio, voilà, la notificación de un expediente administrativo contra él incoado y con multazo incluido.
El expediente sancionador, al que un servidor ha tenido acceso, contiene un par de curiosidades dignas de mención. La primera es que se basa en el testimonio oral y gráfico aportado por dos sujetos desconocidos, mecanismo “malsín”, cuya identidad no figura en ningún apartado de la documentación compilada por el consistorio. Dos sujetos que, de facto, actúan como agentes del orden, figura rayana en la suplantación, teniendo su declaración, si la ha habido, valor de prueba de cargo. La otra, no menos llamativa, es que en los papelotes con membrete oficial remitidos a JGG se afirma que todo es cosa probada pues el interfecto, arrea, “reconoce la autoría de los hechos”… ¡¡¡Cuando ni siquiera se le ha tomado declaración!!!… En otras palabras, JGG no ha tenido ocasión, si ese fuera su gusto, de autoinculparse.
Los servicios jurídicos de Cunit, acaso por aquello de agilizar trámites burocráticos, ni cortos ni perezosos, van y “suplantan al acusado”, para entendernos, y no se conforman con declararle culpable de la falta, sino que proyectan dicha culpabilidad poniéndola en su boca… se la atribuyen al interesado mismo como si fuera un acto voluntario de su propio peculio, cuando el hombre aún no ha dicho esta boca es mía. Y se quedan tan anchos. ¿Qué hacemos con las garantías procesales? ¡A tomar por culo! ¿Para qué complicarse la vida? Y a revisar otro expediente, que el trabajo se amontona hasta el techo. Es decir, vuelta de tuerca al modelo acusatorio y condenatorio de Andrei Vyshinsky, Fiscal General de la URSS durante los tristemente célebres Procesos de Moscú. Uno: no se ha verificado si el acusado es el autor de los hechos… pero “podría haberlo sido”. Dos: ni se ha declarado culpable, pero “podría hacerlo mañana”. Chim-pún.
El busilis de la cuestión es la llamada “vandalización” de mobiliario y señalización urbanos, según los munícipes. Pintadas, escachifollamiento de contenedores, mil cosas que a diario vemos perpetradas por los cachorros más radicales del régimen soberanista, y a quienes esas verbenas salen gratis total: la llamada ley del embudo.
Nuevas promociones de chivatos vocacionales se modelan a diario en las madrasas nacionalistas (antes, escuelas) y ahora en las universidades. El gobierno regional habilita un buzón, o centralita telefónica, con el beneplácito de claustros y rectorados, ha sido reciente noticia, donde las levas venideras de polis lingüísticos podrán echar los dientes en el desempeño de sus funciones, los malsines del mañana, para denunciar a aquellos profesores que impartan sus clases en la pérfida y embrutecedora lengua española. Por el bien de la causa habrían de beneficiarse también de cursillos de fotografía para captar, qué menos, el perfil bueno del acusado indefenso.

Escudo de Cunit, municipio donde los chivatos vocacionales son bien recibidos
