«Translingüismo» y felicidad

Imaginemos a los padres (progenitores “gestante” y “no gestante” en la neo-lengua progre) de un chico catalán que tiene el español como lengua de referencia familiar, que van y registran una petición para recibir íntegramente la enseñanza obligatoria en la lengua oficial y común a toda la nación. El chico, ése es el diagnóstico, es un potencial estudiante en lengua española atrapado en un cuerpo inmersionado. Sería, pues, un muchacho translingüístico. Pero su deseo de ejercer la autodeterminación lingüística, finalmente, no es tomada en consideración por las autoridades escolares de Cataluña (casos similares se producen en Bilbao, La Coruña -que en el parte meteo de la tele es misteriosamente llamada “A Coruña”-, Valencia y Palma de Mallorca).

Ese muchacho, de nacionalidad española, y escolarizado en España, sería feliz estudiando en español y cabe recordar que la felicidad es, al decir de la legislación “creativa” impulsada por el actual gobierno de coalición, un fundamento jurídico y legal de primera magnitud. En efecto, la felicidad (ese concepto un tanto confuso que, a priori, habría de remitirnos al intransferible ámbito de la privacidad, pues los hay que son felices viendo ganar al Barça un partido de fútbol y otros lo son si lo pierde) informa proyectos como la “Ley Trans” de la que tanto se habla sin que nadie la entienda, siquiera quienes la promueven y, menos aún, quienes la jalean y aplauden.

La felicidad por decreto es un artilugio que siempre blandieron los regímenes totalitarios (sobre todo de izquierda… los nazis también, valga “pureza” por “felicidad racial”), pues su recurso remite a una Nueva Humanidad sin vicios y sin afeites corruptores, a un regreso a los orígenes anteriores al envilecimiento civilizatorio (la Arcadia feliz), tipo el buen salvaje, la primigenia candidez infantil y otras zarandajas legadas por Rousseau (modelo polpotiano). Y, va de suyo, una vez decretada la felicidad y convertida en un pilar del régimen, aquel que es infeliz se sitúa peligrosamente allende los límites de la comunidad política y pasa a ser un forajido, un contrarrevolucionario, un agente al servicio de una potencia extranjera, incluso. La provisión legal de la felicidad, vamos a decirlo, es una aberración antipolítica que sólo tiene acomodo entre ilusos y débiles mentales. Una cosa es que la sociedad tienda a la justicia y al bienestar más extendido posible y otra muy distinta que se prive al individuo de vivir, encorsetado en las coordenadas de una felicidad administrativa, ignota e intangible, su propia vida como mejor le parezca, con mil cautelas cotidianas o con una intensidad tempestuosa, y entre ambos extremos todos los grados concebibles.

 Bastará con citar dos ejemplos cinematográficos: un dramaturgo es sometido a estrecha vigilancia por la Stasi en “La vida de los otros”, pues el muy traidor pasa de matute un artículo al Berlín Occidental en el que habla de los suicidios en la Alemania Oriental, oficialmente tasados en 0. Un torpedo contra la línea de flotación de la felicísima RDA. Es evidente, en el paraíso socialista de los trabajadores nadie es infeliz y, por lo tanto, nadie se suicida. El otro es “Citizen X” que recrea los asesinatos pedófilos en serie perpetrados por el Carnicero de Rostov en las décadas de los 70 y 80 del pasado siglo (antes de la Glasnost impulsada por Gorbachov). El comisario del partido le recuerda a Stephen Rea, que encarna al inspector que investiga el caso, que en la URSS no hay psicópatas asesinos, pues los ciudadanos soviéticos viven en un edén de promisoria felicidad y que ese tipo de criminales disfuncionales son una excrecencia propia de la sociopatía vigente en los países capitalistas. Por lo tanto no hay, no puede haber en la URSS, un asesino para los 50 asesinatos contabilizados, sino 50 asesinos ocasionales y distintos para todos ellos, es decir, a asesinato per cápita: una distribución equitativa conforme a los parámetros del socialismo.

Es voluntad manifiesta del legislador que el individuo alcance la felicidad mediante la ley “Trans”. La autodeterminación de género es el salvoconducto a tan codiciada meta. Por ello, en adelante, ese derecho inalienable, esto es, que siempre está ahí y que no se agota de un solo uso, por así decir, no requiere ni informes médicos, ni permiso paterno cuando se trata de un menor, ni intervención quirúrgica, pues ahora el género es fluido, no binario, sino multitudinario, y deja de estar definido por combinaciones cromosómicas. La biología, pues, ya no cuenta, pero sólo para el género, claro es: para la configuración genital del individuo no, para los pulmones, el páncreas o el riñón, sí. La pichurra y el chochito devienen, pues, constructos culturales, exclusivamente. Usted, con su pilila colgando, puede ser legalmente una mujer, si así lo desea, por lo tanto dicha pichurra, flanqueada por dos colganderos cataplines, pasa a ser un atributo físico propio de una mujer, de usted en este caso, pues ya no será necesario operarse (bisturí y pichurra fuera) para ser tan mujer como la despampanante Paz Vega. Parafraseando esa divisa popular tan extendida en el habla coloquial para manifestar admiración por un acto, por ejemplo, de valentía, daría lugar a una confesión del tipo “Soy una mujer… ¡con dos cojones!”. Exacto. O tres, si dispone usted de un huevo supernumerario (hay casos censados por la ciencia médica), es decir, un tercer huevo, o heterotópico, o sea, en emplazamiento distinto del habitual, suspendido acaso de una oreja cual zarcillo extravagante de una cupletera o de una folclórica.

Para ser feliz (Loquillo quería un camión), usted puede pasar de hombre a mujer, o viceversa, pues de todo hay en botica, pero no fíe su felicidad a que sus hijos puedan estudiar en español en España. Parece, pues, que la felicidad tiene restricciones. La felicidad también fue el argumento invocado para legalizar los matrimonios homosexuales. Se decía entonces que quienes se oponían a la ley promovida por Zapatero (embajador plenipotenciario de Maduro y admirador del “pacífico” Arnaldo Otegui) negaban la felicidad a las personas que pudieran beneficiarse de ese derecho. Que, a mayor abundamiento, la ley no obligaba a los demás ciudadanos a contraer nupcias con personas de su mismo sexo y que, aunque quienes a tal derecho se acogieran fueran una minoría estadística, se debe legislar también para los pocos o los menos y procurar también su felicidad… no te amuela.

Pues bien, la libre elección de lengua oficial en la escuela (antítesis del infumable bodrio de la inmersión obligatoria -en catalán, vascuence, gallego, bable o silbo gomero-), sería una opción, que no una obligación, pues eso significa “libre elección”, de modo que aquellos padres que quisieran escolarizar a sus hijos en gaélico escocés o en córnico (por dar un ejemplo de allende nuestras fronteras), podrían hacerlo tan ricamente, sin necesidad de hacerlo en idiomas de irrelevante rango y utilidad como el inglés o el español, lenguas que, a lo que se ve, para nada sirven en el ancho mundo. La libre elección de lengua oficial, no sólo no obligaría a nadie, sino que propiciaría la tan codiciada felicidad de esa supuesta minoría de ciudadanos que en las regiones con lengua co-oficial optara por la escolarización en la lengua común. La felicidad… el objeto de deseo legal, pues de eso se trata, de procurar la felicidad de un grupo de ciudadanos, por contados que sean, como se pretendió con la instauración del matrimonio homosexual o se pretende ahora con la Ley Trans. ¿Y quién habrá tan huraño y malnacido de oponerse a una ley que ni le va ni le viene, que a nada le obliga a él, pero que al mismo tiempo promovería la felicidad (lingüística) de aquellos de sus semejantes que a ella se acogieran?

Para mí tengo que los partidarios de la libre elección de lengua oficial en el ámbito escolar hemos errado el tiro invocando tan sesudos argumentos como la lecto-escritura en lengua materna en alumnos de tiernísima edad, el aprovechamiento académico, etc, argumentos de peso que ahí están y que tan eruditamente exponen nuestros socio-lingüistas de cabecera, o esos otros tan atinadamente desarrollados por nuestros expertos en derecho constitucional atinentes al ejercicio de la libertad, a la igualdad de los ciudadanos y patatín y patatán. Matizo lo dicho, no hemos errado el tiro, no es cierto, pues ésa, la argumental es una batalla que hay que librar, y contamos con las mejores armas… sólo que esa batalla está ganada de tiempo atrás. La batalla sí, pero no la guerra, pues la incuestionable victoria intelectual no se traduce en un respaldo popular clamoroso, en una corriente de opinión mayoritaria con incidencia frecuente en los medios de comunicación o adornada de suficiente empuje como para modificar la trayectoria de las políticas gubernamentales (lo mismo bajo la égida del PSOE que del PP). Y es que la gente del común no lee los artículos de nuestra Carmen Leal, de Francesc de Carreras o de Arcadi Espada, y el asunto, ajustado a ese registro docto y especializado, le importa un bledo. El nivel del paisanaje es el que es y no da para muchas alegrías.

De ahí ese hallazgo conceptual de primer orden, autoría de la izquierda. ¿De quién si no? La felicidad. Una verdadera cazcarria anti-política, pero de una potencia formidable. Se lee en “El socialismo” de Mises que es consecuente a la naturaleza ajena a la lógica del cálculo económico del socialismo abogar por la “felicidad colectiva” de la sociedad, sustrayendo ese deseo del único ámbito en el que tiene algún sentido: el individual. De modo que el espantajo de la felicidad ahí está, muy a mano para cebar esas luchas fractales diseñadas para descomponer y “turbamultar” la sociedad. Esas luchas, agravios a día de hoy casi a deshora (feminismo exacerbado, climatismo enragé, indigenismo pueril, localismos disgregadores, etc), que sustituyen la antañona cantinela, apolillada y olvidada en el desván, de la lucha de clases. Y es que los trabajadores solitos se bastan para alienarse y por ello compran televisores de 55 pulgadas, cambian de coche cada 10 años y se toman vacaciones: la lucha de clases, hay que decirlo a la pata la llana, les suda la polla. Tantos millones de muertos (Lenin, Stalin, Mao, Pol Pot, Kim il Sung, Mengistu, Ceaucescu, Castro, etc) para nada. Ah, felicidad… en qué tren esta noche viajarás… nos canta Lucio Dalla.

Y aquí queda varada esta “trans-tractorada”, a la espera de una segunda parte y, cómo no, de su “feliz” término.

Hola, soy Rosaura, avecindada en Hospitalet de Llobregat, y una de las flores más perfumadas del jardín, atrapada en un cuerpo de hombre. Siempre supe que era una princesita. Me identifico con Sisí de Baviera, emperatriz de Austria-Hungría, y con Audrey Hepburn. Soy fan de Tamara Falcó. Estoy muy agradecida y feliz por la aprobación de la Ley «Trans» que da rango legal, sin intervención quirúrgica mediante, a mi condición femenina. Mis pies delicados corresponden a una talla 35, pero están “atrapados” en unos pinreles talla 50. Pero lo que no entiendo es por qué no podré escolarizar a mis futuros hijos en español, la que será su idioma materno, una vez que dé a luz, pues eso me haría tanto o más feliz que mi nueva identidad de género. Declararme mujer y engendrar hijos, , pero decidir en qué lengua oficial estudiarán en su etapa escolar, no. ¿Es que a nadie le importa mi completa felicidad?

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