«Somos el comunismo»

Sales de buena mañana a “cronocaminar” (caminar a paso vivo, cronometrado, para hacer deporte y vida sana en tiempos de pandemia) por Montjuïch y te dan un tortazo pero a manaza abierta: agresión visual severa… y cuando no hace ni media hora que te has despertado. El asalto te pilla con las defensas bajas y te activa fatalmente el nivel de adrenocorticotropina. El susto y la ansiedad pueden ocasionarte graves y duraderas lesiones.

Al pasar por delante de la entrada regia del Palacio de la Agricultura, sede del Teatre Lliure, te das de bruces con la delirante campaña promocional de la temporada “otoño-invierno” que han diseñado los insignes gestores de la escénica institución. Te paras porque no das crédito al texto, te pellizcas las mejillas. Hace ya muchos años que no agarras una buena castaña (te achispas, es la edad, con un  par de gintonics), ni le das una calada a un petardo. No se trata, cabía la sospecha, de una percepción alterada de la realidad por culpa del abuso de sustancias psicotrópicas. Tus sentidos no te están jugando una mala pasada. El deslumbrante cartel, al final de esta “tractorada”.

Saludo con un ligero movimiento de cabeza a Ousmane, un senegalés alto y delgado, más chupado que la pipa de un indio, que vive acampado desde hace meses en un chamizo de cartonaje y plásticos, junto a la entrada noble del Palacio, a socaire del viento tras un seto desarreglado. De qué pasta estará hecho que resiste allí, como en un blocao, desde marzo, y ha pasado el verano en esa cochambrosa morada asediado por la descontrolada profusión de flora y fauna, desatención coronavírica, que ha convertido la “Montaña mágica” en una versión doméstica del Matto Grosso. Cierto que de un tiempo a esta parte se ven ya cuadrillas de operarios municipales desbrozando maleza, pero les queda trabajo, y mucho, por delante.

Según a qué hora pases, sorprenderás a Ousmane rezando en dirección a La Meca, supongo, que debe de andar detrás del Teatro Griego (en línea recta y a miles de kilómetros), que es lo que tiene delante de sus narices. Empleados de Parques y Jardines, cuando no agentes de la propia Guardia Urbana, fotografían a menudo la chabola del senegalés para acreditar que la frágil vivienda del campista sólo dispone de un cuerpo edilicio, es decir, que el “okupa” de espacios públicos no gana terreno al parterre levantando chabolas supletorias. Que, en definitiva, se ciñe a su modesto habitáculo sin acometer ampliaciones mediante estructuras estables y sin licencia de obras, mayores o menores, con arreglo a la normativa urbanística. De eso depende, al parecer, que no le obliguen a recoger los bártulos. ¿Delirante?… Sí, pero no más que la inaudita “publi” del Lliure.

Somos la disidencia. Somos el comunismo. Es una de las frases. Un contrasentido yuxtapuesto, separado por un punto y seguido. Una cosa y la contraria. Pues donde hay disidencia, puede haber comunistas, pero donde hay comunismo, no hay disidentes: tabla rasa “polpotiana”. Con el comunismo, la disidencia acaba, más pronto que tarde, en los sótanos de la Lubianka de un tiro en la nuca, en el gulag, en el “laogai”, en la cárcel de La Cabaña o en la sórdida cheka de la calle de San Elías. O practicando el vuelo libre, accidentalmente, desde uno de los amplios ventanales, magníficas vistas, del SEBIN caraqueño.

El régimen soviético gozó de la entusiasta anuencia de muchos intelectuales de Occidente. Eran, por Lenin, los llamados “tontos útiles” (véase el formidable ensayo de Stephen Koch, “El final de la inocencia”, con las sensacionales maniobras de ese genio del agit-prop que fue Willi Münzenberg, el fiel agente alemán de Stalin). Esos “tontos útiles” que para los demás querían lo que jamás habrían aceptado para sí y que regresaban de excursiones partidistas a la URSS organizadas por la Komintern, a pan y cuchillo, contando ampulosas y rimbombantes maravillas del régimen soviético, sea el caso de George Bernard Shaw, H.G. Wells, John Dos Passos, André Malraux, Miguel Hernández o de los indeseables Neruda y Alberti.

Tras asentarse definitivamente la dictadura comunista (pleonasmo), pintores, músicos, literatos, cineastas, no pocos de ellos fueron “desacreditados” y algunos “purgados” directamente, en toda la extensión de la palabra. Isaak Bábel, Ósip Mandelstam, Bulgákov, Meyerhold o Boris Pasternak, entre muchos, pagaron sus desavenencias con el régimen. El arte bajo la bota comunista, superado el inicial e interesado idilio con los creadores de la época afectos a las llamadas “ideas avanzadas”, en fementido pero exitoso plan para congraciarse con las élites biempensantes de Europa, pasó al fin por el cedazo de la ortodoxia expresiva marcada por el Partido y ello dio lugar al castrador y plomizo tostón del “realismo socialista”. El teatro no fue una excepción, por supuesto.

“La vida de los otros” es una magnífica película que, en cierto modo, ilustra ese fenómeno. El “chico” de la peli, un dramaturgo berlinés afecto al régimen, tras un giro radical, se aviene a redactar un artículo sobre los silenciados suicidios en la RDA (donde todo es abundancia y contento, y no existen por decreto las personas infelices). El pobre las pasa canutas para evadir el texto y publicarlo en Occidente. El protagonismo lo comparte con esa máquina implacable de triturar vidas que es la Stasi y que a todas partes llega gracias a la tupida capilaridad de agentes y voluntarios (como esa vecina del “prota” que, para costear la carrera universitaria a su hijo, debe aportar periódicamente los informes de sus entrometidas averiguaciones).

Algunos carteles que reproducen el texto del Teatre Lliure traen el listado de sus generosos patrocinadores. Ahí está el logo de TV3. Nada sorprendente. También el de La Vanguardia y el de El Periódico. Patrocinadores semi-públicos (subvenciones al grupo Godó y a la edición en catalán del tebeo hasta hace poco dirigido por Enric Hernández, ahora al frente del “soviet” de los servicios informativos de RTVE). Y, atenta la guardia, de la cervecera Damm y del Banco de Sabadell, el mismo que largaba esos cansinos anuncios TV en blanco y negro protagonizados por Pep Guardiola.

Dijo Lenin, en inspirada sentencia para la posteridad, aquello de que “los burgueses nos venderán la soga con la que les ahorcaremos” y los zotes del Banco de Sabadell, del que si fuera cliente me apresuraría a retirar mis fondos, se empecinan en darle la razón. Advierte Jean-François Revel (“Ni Marx ni Jesús”, un lúcido ensayo por lo que tiene de atinado y por lo que tiene de opinable) que, con relación a la aprehensión del socialismo los europeos, en particular sus intelectuales, incurren en una fatal propensión a partir de cero: la persistente desmemoria histórica. Uno de los capítulos se titula muy perspicazmente: “Es posible pasar de la libertad (valga por democracia) al socialismo, pero no del socialismo a la libertad”… salvo que medie un cataclismo como el de la extinción de los dinosaurios, se entiende, o la caída del muro de Berlín. Buena parte del mérito de su análisis reside en que el ensayo está fechado en 1970, cuando el negacionismo del genocidio elefantiásico (que aún hoy cuenta con adeptos: Unidas Podemos, sin ir más lejos) perpetrado por el socialismo-comunismo a escala planetaria era dominante en las cátedras universitarias del “mundo libre”, que suspiraba, a lo que se ve, por dejar de serlo.

El otro patrocinador de la campaña es usted, lo sepa o no, gracias a esos reputados asesores financieros que ha contratado llamados gobierno de la Generalidad y Diputación de Barcelona (la misma que paga 6.000 € mensuales, no se sabe a cambio de qué, a Marcela Topor, la doña de Puigdemont), si hemos de hacer caso al documentado artículo publicado hace unos días por Dolça Catalunya. La afluencia de dinero público es considerable, a carretadas… algunos de esos jugosos euritos que perciben los sagaces rectores del “chiringuito” proceden del tramo autonómico del IRPF que le han detraído a usted alegremente de la nómina. Disfrute, pues, del dirigismo cultural más descarnado y flagrante, de la más evidente manifestación de la sectaria politización de la cultura, pues sus promotores no tienen el menor empacho en proclamar a qué propósito sirven. Claro, que si es usted comunista, estará encantado con esa patraña, supongo… aunque siempre podrá salirse por la tangente, en plan Houdini, como Dalí, cuando a propósito de Picasso dijo aquello de “Picasso es comunista… yo tampoco”.   

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