La huella

Cuando nos hablan de “la huella”, nos viene a las mientes la pisada del primer hombre en la Luna al acuno de la concertada música de las esferas celestes. En efecto, tras el alunizaje del Apolo XI en el Mar de la Tranquilidad, año 1969, la tripulación, Armstrong, Aldrin y Collins (nos la supimos de carrerilla como la tripleta atacante del equipo de fútbol de nuestros amores), holló para la Historia la superficie del satélite: “Un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la Humanidad”. Y si no es en eso, pensamos en “La huella”, sensacional obra teatral en formato cinematográfico (no puede faltar en su videoteca) rodada por Mankiewicz e interpretada magistralmente por Laurence Olivier y Michael Caine. Qué peliculón, mamma mia.

Pero no, ni esas dos, las más famosas, ni siquiera la huella de un bigfoot, una suerte de legendario ogro peludo y boscícola, un “yeti” en versión amerindia (lo que sería el asilvestrado basajaun de la mitología vascongada), hallada por incansables aficionados a la criptofauna en la frondosa foresta aledaña al monte Hood (Oregón). Esos tipos animosos que se pasan la vida huroneando, sin demasiada fortuna, en el lago Ness en busca del simpático y esquivo Nessie. La huella que nos ocupa, la genuina huella que es símbolo del camino emprendido por la humana estirpe hacia su perfeccionamiento moral y espiritual es la de Jordi Cuixart, ahormada sobre un bloque de arcilla por el famoso artista chino Ai Weiwei, idolatrado por la progresía mundial.

Afirmativo, el artista, disidente del régimen chino, pero partidario a lo que se ve del liberticida nacionalismo en Cataluña, visitó al golpista Cuixart en Lledoners por cuenta de Òmnium (Òdium) Cultural, es decir, a cargo del contribuyente por tratarse de una entidad hipersubvencionada, y tuvo la feliz e inspirada ocurrencia de hacer un molde de la huella pedicular de nuestra versión nativa del Mahatma Gandhi. Dicha huella habría de servir para ilustrar de manera simbólica la conmemoración de la Declaración de los Derechos del Hombre… a dar golpes de Estado contra democracias homologadas. Lo suyo habría sido encajar esa huella en el capó, a modo de pedestal, de un coche-patrulla de la Guardia Civil, desde donde el interfecto se dirigió, megáfono en mano, a las masas enfervorecidas. Se dice que Ai Weiwei ha sido “fichado” (me excusarán de decir en qué consiste el fichaje, pero no es un secreto que todo fichaje conlleva una “ficha”) por la trama de acción exterior de la Generalidad de Cataluña. Tan singular obra ha sido expuesta en el Museo de la Terracota sito en La Bisbal del Ampurdán y opta a ingresar, con todos los pronunciamientos a favor, en el más selecto catálogo de maravillas escultóricas junto a los “davides” de Donatello y Miguel Ángel y al Perseo de Cellini.

A propósito de Ai Weiwei, aquí va un apunte de sinología doméstica. Para mí tengo que a los chinos avecindados en España, quizá no tanto a sus descendientes ya nacidos aquí, y más naturalizados al país, los occidentales les parecemos una colección de auténticos botarates. Ellos montan sus negocios, sean bazares al copo de artículos invendibles, o bares de barrio, los bares de las partidas de brisca y dominó de los jubiletas de toda la vida, pues ya pasó el boom de la cocina cantonesa, y todo lo demás se les da una higa.

Siempre he apreciado su discreción: ni conspiran en secretos cubiles para adosarnos bombas lapa bajo el trasero para mayor gloria de Confucio o por restañar el orgullo herido de la emperatriz Cixí (la bruja ungulada de “55 días en Pekín”), ni nos dan la murga con la insufrible llantina de la discriminación racial, ni nos hostigan con serenatas a toda castaña de sus músicas tradicionales, sea el caso de mis “adorables” vecinos dominicanos, vallenato, bachata y merengue, a concierto diario. Y es que no les interesamos en absoluto. Algo ven en nosotros que les disuade de mezclarse, de buscar nuestra amistad o compañía. Y les alabo el gusto: nada hay en nosotros que codicien salvo esas modestas transacciones que mantienen abiertos y operativos sus comercios. Y no es que, a mis ojos, sea China sea un dechado de virtudes: por fin han prohibido un tradicional festín en no sé qué región a base de carne de canelo (además, corren malos tiempos para el suculento pangolín à la meunière) y nadie sabe con certeza qué precipitados víricos urden en sus laboratorios.

Quizá lo antedicho no constituya el ejemplo más deseable de integración en la sociedad receptora, pero si aquélla ha de servir para que sus chicos desfilen ataviados con camisetas del Barça, “Messi” a la espalda, nos dejen atónitos largándonos un sermón sobre las virtudes incontables de la “inmersión lingüística en la escuela pública”, sin olvidar el ítem obligado de la supuesta “cohesión social”, o les dé por hacer la mili en los CDR del ejército lazi, talmente los hijos de “petomán” Torra… casi mejor lo dejamos como está.   

Cuixart pasará a la posteridad, gracias a Ai Weiwei y al estratégico museo ampurdanés, como uno de esos hombres excepcionales que han dejado huella en el planeta, integrante de esa pléyade de líderes irrepetibles, y entre ellos los más comúnmente citados, Julio César, Leonardo Da Vinci, Newton, Bonaparte o Einstein. Su huella, como la brújula que señala el norte magnético, marca el camino a la tierra de promisión, a la libertad en su más amplio y elevado concepto. Acaso al paraíso místico de Shangri-La. O, una pisada y luego otra, forjarán la senda sagrada del guerrero en pos del reino secreto de Shambala, en un recóndito paraje del Himalaya, de donde saldrá un ejército comandado por el último avatar de Visnú, el temible paladín Kalki, a lomos de su corcel Devadatta, para destruir el mal que un aciago día señoreará y asolará la tierra. Pues ya está el bueno de Kalki tardando (versos milenaristas y proféticos del brahmanismo).

De modo que la huella de Cuixart en la arcilla es una señora huella y no la que usted deja, don importante, en el barro o en la nieve. Las comparaciones son odiosas. Cierto que Cuixart ha dejado otras huellas para el recuerdo, las dactilares, cuando ingresó en prisión y tocó en “Recepción”, según el antañón argot patibulario, la entintada pianola. La huella del pinrel de Cuixart es uno de los más “fragantes” souvenirs… (use o no productos desodorantes de la gama Peusek o duerma con patucos en las frías noches de invierno en el astroso catre de su tabuco penitenciario)… que nos deja el incesante “proceso” de nuestro particularismo enragé, junto al sentido homenaje tributado por los CDR al bolardo “abatido” por las fuerzas del orden tras registrar la sede de Unipost en Tarrasa. Unipost, hoy en liquidación concursal, y que era el operador postal elegido por los golpistas para sustituir a Correos y Telégrafos una vez proclamada la independencia. El bolardo caído tuvo su homilía póstuma y le rindieron nocturnos honores unos señores pertrechados con antorchas (¿Pacientes fugados de una casa de reposo? ¿Politoxicómanos embalsamados en sustancias psicotrópicas?). Desgraciadamente, no es una broma. Copien el enlace que sigue y comprobarán que tendemos a subestimar el prodigioso nivel alcanzado por la estupidez humana (véase el divulgado de ensayo Carlo M. Cipolla). Bolardo que, burla burlando, habría de suscitar, por qué no, el interés de un artistazo como Weiwei si de lo que se trata es de dejar huellas indelebles de nuestro paso a la gandaya por este valle de lágrimas.  

https://www.20minutos.es/noticia/3773714/0/los-cdr-rinden-homenaje-a-un-bolardo-derribado-por-los-mossos-en-terrassa-y-se-equivocan-de-poste/

 

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