Extraescolares primavera-verano 2019

Primavera-verano de 2019, pocas semanas antes del período vacacional. Hay convocada una huelga estudiantil en institutos de bachillerato y universidades en solidaridad con los presos golpistas (que poco después pasaron a “sediciosos”, en aras de una sentencia unánime pastoreada por el “gomez-bermúdeo” juez Marchena y que daría margen de maniobra a Pedro Sánchez para futuras trapisondas). Los trabajadores de una empresa pública situada al pie de Montjuïch nos encontramos con la Ronda Litoral cortada.

Primero recibimos la consigna de no acercarnos a la valla trasera por donde entran las expediciones en el muelle de carga y descarga, no sea que nuestra presencia exalte el ánimo de los manifestantes y esa circunstancia ocasione algún incidente. Pero al poco se relaja la consigna, en parte por la condición mayoritaria de los convocados. No se vislumbra peligro y media docena de empleados nos acercamos a la valla para curiosear. No es una broma, ni una exageración. Los trabajadores nos miramos atónitos: no puede ser verdad. La incredulidad trueca en una cierta indignación: podrían estar ahí nuestros hijos, sobrinos e incluso nietos. Son niños. Adolescentes a mucho tirar. Mayores de edad, muy pocos, un par de ellos, y son quienes dirigen el cotarro. El más veterano lleva un chaleco reflectante y reparte instrucciones aunque su párvulo batallón es anárquico e indisciplinado. Hay carreras, saltos… lo vemos con nuestros propios ojos, los chicos lo están pasando chipén, como en una lúdica excursión a Port Aventura. Desfilan risueños, ataviados con banderas estrelladas a la espalda como capas de superhéroes de cómic.

Algunos echan un pitillo recostados en el paño exterior del murete del pabellón. Su primer cigarrillo a escondidas, “pásamelo”. Su primera mani. Su primer beso furtivo… “su primera colonia… ¡Chispas!”… A una de las niñas le suena el móvil y hasta mis oídos llega el politono. Es una canción de moda, de una chica que acude a una cita amorosa “sin piyama”… “no me traje el piyama”, dice, “porque no me dio la gana”. Estoy que me subo por las paredes, agarrando por momentos un cabreo del quince. De modo que los equipos docentes que han de instruir a nuestros hijos cierran las aulas y dejan para mañana la lección de mates o del aparato digestivo de los anuros para que doscientos o trescientos mocosos que aún no han salido del cascarón corten el tráfico en la Ronda Litoral, organizando un colapso de aúpa en la rotonda del Paralelo que llaman La Carbonera. Si lo llegan a hacer un par de horas más tarde impiden el embarque de pasajeros y mercancías en los ferrys de las compañías navieras Balearia y Transmediterránea que cubren la ruta a Mallorca.

Al otro lado de la mediana, lado mar, hay cuatro furgonetas de los Md’E. Los chicos les dedican gestos ofensivos, peinetas, cortes de manga, les retan con injuriosos cánticos. Al final los agentes abren las portezuelas y antes de poner pies en tierra, la chiquillada se dispersa en todas direcciones en medio de gran excitación, de un júbilo alocado, como quienes corren los toros por vez primera en la calle de la Estafeta. Ni siquiera ha sido necesario echar mano de las porras recauchutadas. La desbandada es total.

Para desalojar la vía y dar por concluida la actividad extraescolar es necesario reagrupar a los chicos que se alejaron en dirección al cementerio de Montjuïch, para entendernos. Ésa fue la tarea más delicada encomendada a los antidisturbios. Apremiar a los rezagados para que vuelvan al redil de una vez. La suya fue una actitud casi paternal. No hubo resistencia. “Vinga, nois, que marxem, collons…”, fue la reconvención a la muchachada proferida por un agente que sujetaba la porra con ambas manos, sin llegar a blandirla amenazadoramente.

Y se abrió la Ronda al tráfico tras una hora, a lo sumo, de extraescolar de “vandalismo separatista”, como las hay de guitarra, teatro o papiroflexia. Para los chicos, se comprende, fue lo que se dice un subidón de adrenalina, un acto épico, casi como tirarse en parapente, un recuerdo imborrable: nada menos que declararse en huelga y cortar una vía, vale que sin cruzar barricadas de neumáticos ardiendo y largando al aire una negra humareda, pero aprendiendo los mecanismos para hacerlo en un par de años, cuando superen la ESO y remita el acné juvenil. “Volem, volem, volem… volem la independència… volem, volem, volem… paisos catalans!”, cantaban alegremente tres mocitas cogidas de la cintura en una suerte de carrerilla o danza festiva ante la pacienzuda mirada de los antidisturbios y la mía. Acabó la función y me regresé a mi puesto de trabajo con el gesto murrio y corrido de vergüenza. Me dije, “qué manera de tirar el dinero de mis impuestos por el sumidero del alcantarillado… y, en cierto modo, qué triste derrota”. ¿Qué hemos hecho?… En mi caso, ver la tele tumbado en el sofá y largar sapos y culebras por la boca en el estadio de un equipo de fútbol que pierde casi siempre. Dormir la siesta y cocerme a pelotazos en la barra del bar. Y otra de gambas, claro.

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