Masacre (II)

Con relación a la profesora de Tarrasa que pegó a una niña por pintar una banderita española, no se dijo todo en Masacre (I). Siempre quedan cosas en el tintero. Aquí se retoma el relato en el punto en que se dejó: una profesora nacionalista, abanderada de la causa, llegado el caso y desde la óptica del adoctrinamiento intensivo, puede y DEBE agredir a un alumno. Que puede, lo sabemos, pues lo ha hecho y, además, del supuesto expediente incoado no se derivará sanción alguna.

Que DEBE requiere de unas explicaciones complementarias. No todos los profesores que en su día prepararon oposiciones con la intención de forjar en los niños el espíritu de pertenencia nacional, un elevado porcentaje de los docentes catalanes, tendrían, es cierto, el cuajo de atizar a uno de sus alumnos por pintar esa bandera. El escrúpulo moral y la protección de los menores que hoy es un valor universalmente compartido, les retraerían de cometer acción semejante. Pero lo que vale para muchos, no vale para todos. Y cada uno de los integrantes de esa legión angular y estratégica que es el profesorado tiene su particular umbral de tolerancia a las afrentas infligidas a la patria.

Y no es menos cierto que marcan la pauta, abren camino y senda, dan ejemplo y dejan huella, y ascienden al Olimpo patrio donde habitan los espíritus fundacionales, aquellos que tienen un umbral de tolerancia diferente al de la mayoría. El altar del heroísmo y la pétrea memoria de la estatuaria no se inventaron para rendir tributo al recuerdo del hombre medio, del irrelevante hombre estadístico: el de aquellos que forman un pelotón nutrido y compacto y que aguardan a que otros den el primer paso, que se tientan la ropa antes de emprender la marcha para recorrer un camino incierto. ¿Alguien piensa que en Rumanía, sea el caso, erigen estatuas para conmemorar la vida modesta y conforme a la ley, puntual pagador de impuestos, del señor Antonescu, honrado zapatero remendón y hombre temeroso de Dios?… No, las estatuas están reservadas para el príncipe Vlad, el Empalador, que ensartaba en largas picas lo mismo a la conspiradora nobleza local que a los soldados otomanos apresados en combate.

El magisterio de la profesora «azota-niños» de Tarrasa no pasa por la transmisión del conocimiento (ni en la anticuada versión de “la letra con sangre entra”), ni por el ejercicio templado y sensato del rol de autoridad o por la encarnación en su persona de la educación en sentido amplio, de la ejemplaridad de una conducta cívica a proyectar sobre sus discípulos, sino por la detección de insurgentes en una fase larvaria y a corregir mediante una bofetada. O dos, o las que fueren menester.

No debe permitir que el elemento discordante que ha sido identificado y aislado, complete su proceso metamórfico, contamine a los demás niños del aula y dé lugar a un adulto refractario a las consignas obligatorias. Por eso sacudió a esa niña. Muchos otros, acaso los más, no podrán hacerlo, de acuerdo, pero en el fondo esperan que otros tantos lo hagan en su lugar, pues presumen que es necesario. Esos “otros” a los que rendirán admiración y pleitesía por su determinación y coraje, por arrostrar en sus carnes las consecuencias derivadas de un acto de esa magnitud reñida con el nivel medio de conducta humana tolerable al que estamos sujetos y acostumbrados en la actualidad con relación a los menores. Esos pioneros como nuestra profesora de Tarrasa, que en una o dos generaciones darán nombre a las escuelas diseminadas por nuestras comarcas, y a quienes se acercarán con reverendísimo respeto y dirán en un aparte, durante el presumible homenaje en su honor organizado por Òmnium, la ANC o Som Escola: “T’entenc, potser jo mai no ho faria, no tinc pebrots, la veritat, però de vegades cal fer-ho”.

Propongo aquí un breve ejercicio de empatía, eso que siempre se dijo “ponerse en la piel del otro (de nuestra profe)” y que ahora finamente llaman “otredad”. Un niño, el más travieso de la clase, puede sacudir a un condiscípulo en el recreo porque no le ha pasado el balón, porque se ha burlado de la derrota del equipo de sus amores, o puede tirar de las coletas a una niña fifí o decir una palabrota impropia de su edad. Y acudir al punto el profe para poner fin a ese pueril incidente mediante la reprensión verbal o la amenaza de castigo, una semana sin patio, esas cosas… ¿Pero qué profesor ajeno a la amplia casuística de las rarezas y perversiones del alma está preparado para ver a una niñita de ocho años, una princesita, pintar esa aberración en un mural, esa suerte de símbolo obsceno y satánico… ¡La puta bandera de la puta España!… un acto de una malignidad desconcertante que requiere de premeditación, sangre fría y de ciertas nociones como el diseño, la proporción o la conjugación de colores?… ¿Quién, como poco, no se llevaría las manos a la cabeza?… Y, a fin de cuentas… ¿Qué debacle es ésa de una bofetaducha irrisoria cuando en Mallorca prostituyen a los menores tutelados por la administración regional y no pasa nada… y ni se habla de ello en las cafeterías?…   

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