Como en tantas otras cosas, en una conducta tan reprobable moralmente como novelesca, la traición, hay grados. No es lo mismo delatar un comercio que tiene el frontis su rótulo en español, práctica a la que por fanatismo y militancia, está enganchado Santiago Espot, dirigente de Catalunya Acció (que unos días atrás denunció a un dependiente de El Corte Inglés por no atenderle en catalán… en eso ha consistido su última hazaña), que dar nombres de correligionarios de la resistencia porque en sórdidas mazmorras los malos te aplican descargas eléctricas en el pito o te abrasan las carnes a fuego de soplete. En realidad, el caso «Espot» no entraría, in stricto senso, en la categoría de traición, pues ésta se promueve contra los propios en favor de otros, los adversarios, y, en cambio, el interfecto considera que sus denuncias combaten el mal representado por sus odiados enemigos. En todo caso, el «merodea-comercios» Espot ingresa por derecho en la categoría de «chivato», por chivarse de… eso sí, un chivato deslenguado y productivo pues se jacta de haber perpetrado más de tres mil denuncias ante la Agència Catalana de Consum que, para tranquilizar su conciencia, reviste de supuesto civismo: «Yo me limito a cumplir la ley». Y, ciertamente, esa birria de ley existe, claro que en una sociedad que no es mucho mejor que las leyes que la rigen. También tuvo rango de «ley» denunciar a quienes acogieran a refugiados judíos o lapidar hasta la muerte a mujeres adúlteras.
En la Historia de España, tan densa y manicomial, y por ello tan atractiva (tanto como desconocida por sus nacionales), hay traidores para dar y tomar. Ahí están los lusitanos que entregaron a Viriato. Bellido Dolfos, hijo de Dolfos Bellido. El conde don Julián, gobernador bizantino de Ceuta, enojado por la afrenta del godo don Rodrigo a doña Florinda, su hija, de quien hace encendido elogio, cómo no, Juan Goytisolo… la partida witiziana y el obispo don Opas. Antonio Pérez del Hierro, secretario de cámara de Felipe II. El corrupto duque de Lerma. Máximo Gómez, el general tránsfuga que dirigió a los insurrectos cubanos contra las tropas españolas. O el teniente coronel Francisco Maciá (más tarde, Francesc)… y así hasta llegar a Zapatero, en la actualidad sicario del tirano bolivariano Nicolás Maduro y panegirista del terrorista no arrepentido Arnaldo Otegui, alias «el Gordo», que participó en el secuestro del empresario Luis Abaitua (y que fue relacionado también con otros hechos criminales, como el secuestro fallido del ponente constitucional y diputado ucedista Gabriel Cisneros).
Cierto que Zapatero, se dirá, no traicionó a España, pues no hay traición en atacar aquello que se odia, pero por la relevancia del cargo ocupado se podría concluir que traicionó a los españoles, cuando menos a aquellos que no reniegan de la idea de España y de su sentimiento de pertenencia nacional. En definitiva, para cometer traición es inexcusable tener o abrazar principios que traicionar. Por es me pregunto si Pedro Sánchez es un traidor, según ha manifestado recientemente el general retirado Fulgencio Coll. El mismo Pedro Sánchez que un día comparece ante su auditorio acompañado de una enorme bandera rojigualda, y otro propicia pactos de investidura con los declarados enemigos de España, sin excluir siquiera de la ronda consultiva a los diputados de Herri Batasuna (ahora Bildu)… esos que brindaban con champán cada vez que ETA le descerrajaba un tiro en la nuca a un concejal socialista. ¿Principios?… Pedro Sánchez, el insubsistente, no ha dad muestra inconcusa de tener alguno. ¿A qué o a quiénes traiciona si nada reconocible defiende?
La traición que se comete sin necesidad, por gusto, y por raro que parezca, quizá esté tipificada en un manual de psiquiatría como un extravagante síndrome. Uno de esos enrevesados complejos que afectan a contadísimos casos y que un buen día etiquetó para la posteridad un estudioso discípulo de la escuela de Adler, especializada en trastornos infantiles que asoman luego en la edad adulta. A saber. Ignoro si lo hay, pero, por mi cuenta y riesgo, llamo a esa traición gratuita, y sin recompensa, siquiera un bote de aceite o una pastilla de jabón en aperreados tiempos de guerra, «complejo Genet«, por Jean Genet, cultivador del malditismo y autor de una obra tan estimable como «Diario de un ladrón», parte de cuya acción transcurre en Barcelona.
Genet nos habla en ella del placer intenso, entre sórdidas andanzas y felonías, del estremecimiento íntimo, casi orgásmico, que provoca la ceremonia de la traición en el espíritu atormentado de esas personas que viven instaladas en un equilibrio precario, como funambulistas, siempre en el filo de la navaja, incomprendidos outsiders. Personas esquivas a las convenciones mayoritarias y en cuyo vocabulario no figura la palabra decoro, pues éste no es un lujo a su alcance. Cuanto más íntimo, más cercano es el amigo traicionado, mayor es la sacudida de placer experimentada por el vil traidor. Como en esas descargas de adrenalina que acompañan la práctica de deportes de alto riesgo. En el «complejo Genet» late la fascinación del mal. Saber que, en toda ocasión eres un miserable, pero un miserable colosal sin propósito de enmienda, sin la comezón moral del escrúpulo y del arrepentimiento por el daño causado. La traición por la traición… o la traición considera como una de las bellas artes.
PS.- Dolors ya no está entre nosotros. Pocos días antes de Nochevieja me encontré a su familia desayunando al solecito en una cafetería de la avenida Mistral, pues hemos disfrutado de unas Navidades casi primaverales, al menos por estas latitudes. Eché en falta a la anciana sentadita en su silla de ruedas engalanada siempre con una banderita estrellada. Le faltó poco para ver a Junqueras salir de prisión (Dolors en «104 años»).
