Para sorpresa de muchos el ADN ha tenido notable protagonismo en la política reciente de nuestra asendereada Cataluña. Se ha hablado mucho de tan enrevesado y helicoidal asunto. Es sabido que Quim Torra sostiene que «los españoles tienen un bache en el ADN» y que «los catalanes que hablan español hablan la lengua de las bestias taradas», elaboradísimo juicio que la ONG autodenominada SOS Racisme, inquirida al efecto, y al poco de ocupar Torra la presidencia del gobierno regional, declinó censurar, pues no vio en ello materia siquiera moralmente punible. Por su parte Oriol Junqueras, dirigente de «un partido progresista» en opinión de Pedro Sánchez y de Josep Maria Àlvarez, Secretario General de UGT (nacido José María), nos iluminó a todos dando una lección magistral de antropogenética atinente a colectivos humanos que podríamos definir de corte «racial». Junqueras, aún entre rejas por un delito de sedición, pero negociando con Iceta en la sala de los «vis à vis», ahí es nada, la formación del gobierno nacional, excretó un meritorio «los catalanes tenemos el ADN más parecido al de los franceses que al de los españoles».
Al quite de esas ponderadas manifestaciones sobre los obtusos secretos del ácido desoxirribonucleico, uno de los rostros (blindados) más famosos de TV3, Quim Masferrer, tuvo a bien traducirlas al llano entendimiento del común de los mortales llamando a los españoles «panda de mangantes, sarnosos y cabrones de mierda»… manjar exquisito que los interesados podrán degustar atónitos, pero con la fruición de un sátrapa persa, acudiendo a You Tube. Discurso tribunicio de calidad excelsa por el que fue recompensado con la retransmisión de las campanadas de Nochevieja en la citada cadena.
Se nos ha dicho desde las más reputadas instancias científicas, acaso para bajarnos los humos, que compartimos nuestro recetario genético casi en un 99% con especies tan dispares y poco refinadas como la mosca del vinagre o el gorrino que alegremente hoza entre malolientes desperdicios.
Los episodios reseñados acreditan que el supremacismo catalanista apenas se ha movido una coma desde los desvaríos fundacionales del romanticismo decimonónico y racista que impregna las elevadas cavilaciones de autores como Pompeyo Gener, uno de mis favoritos. Memorables aquellas sentencias suyas en las que afirma campanudamente que «los ojos negros de los catalanes no son del negro que en los demás pueblos de España» y que los «mesetarios» son torpes para el pensamiento, «pues al estar Castilla muy alta, la ausencia de helio provoca una deficiencia nutricional en el cerebro» (lindezas recogidas en «Historias ocultadas del nacionalismo catalán», de Javier Barraycoa). Gener i Babot, Pompeyo, dispone, y no es una coña marinera, de plaza dedicada, véase el callejero local, en la Barcelona, otrora cosmopolita y ahora palurda y multicultural, de la alcaldesa Colau. Esa obsesión «pompeyana» por los ojos homologados nos recuerda al dictador croata Ante Pavelic, jefe de la Ustacha, que en su despacho tenía, según cuenta Curzio Malaparte en su dantesco reportaje «Kaputt», un saco repleto de ojos de chetniks serbios. Unos 20 kilos de ese artículo extravagante… extraídos de uno en uno con la cucharilla de remover el cafelito.
Nuestro supremacismo localista, rancio y antañón, nos remite, casi un siglo y medio más tarde, a los delirios de la antropometría craneal del andariego doctor Robert, no habiendo superado, pues, esa fase demencial anclada a baremos anatómicos. A su lado una premisa clasificatoria típica del franquismo, la división entre «buenos y malos españoles» que, por interesar a un concepto de apariencia moralizante, aunque no en estricta relación a la conducta y a los valores cívicos del individuo, sino al grado de identificación con la idea de España, es una ñoñería fifí de solterona timorata al lado de las disertaciones genetistas, de trinchera, como de precursores del perturbado doctor Vergerus (uno de los protagonistas de «El huevo de la serpiente»), de los próceres del catalanismo enragé.
Si los malos contaran en plantilla con un alumno aventajado de Mengele, podría experimentar en su laboratorio, subvencionado a todo lujo cual capitoste de Òmnium, la ANC o de Plataforma per la Llengua, rodeado como un alquimista de retortas, potecillos, matraces y microscopios, hasta dar con la fórmula del ADN filosofal: una muestra-piloto de la flor y nata del ADN nativo, la quintaesencia más delicada de las células aborígenes… imagínense, material combinado de Pilar Rahola, Nùria Feliu, Ada Colau y Clara Ponsatí, entre otras muchas aportaciones. El resultado, según Oriol Junqueras, dada nuestra vecindad genética con la propia de «las madamas de la Francia» (que diría Rubén Darío en uno de sus versos modernistas), bien podría ser el que sigue. Insisto, cierren los ojos para mejor paladear la imagen divina de «la» Rahola, «la» Feliu, «la» Colau o «la» Ponsatí… y de Marta Rovira y Anna Gabriel, ésta última antes de retocarse el flequillo en la «pelu», la «cupaire» exiliada en Suiza y a la que todos ubicamos por error faenando de sol a sol en la zafra de la caña de azúcar de la Cuba castrista, alistada en una brigada de voluntarios extranjeros. Todas ellas transfundidas en una. El ADN de las donantes enumeradas febrilmente agitado en una coctelera. A continuación, asistan patidifusos al hipotético resultado de esa sublime mezcolanza. La señorita-probeta, precipitado genético de damas tan distinguidas, interpreta una lisonjera melodía donde afirma disponer, sensualísima y coqueta, de una piel de lo más suavecita… y yo me creo a esa criatura. Qué ADN el suyo. Alizée y Tolerancio les desean unas felices fiestas de Navidad y un próspero Año Nuevo.
