Por la gravedad del asunto tratado y la calidad del eximio personaje este comentario tendrá una extensión mayor de la habitual.
Me avergüenza profundamente hablar de flatulencias. Muy al contrario, en estos tiempos tumultuosos de hábitos burdos y soeces donde el estilo consiste ya no «en ser catalán», como afirmara en su día Roca Junyent, sino en la ausencia de todo vestigio de tal, los chistes y alusiones a ventosidades, incluso en programas TV de máxima audiencia, ítem más, a las funciones eliminatorias del metabolismo más productivas, gozan de gran aceptación. Basta que un invitado diga en una entrevista televisada en «prime time» que se «descome» por tal o cual motivo para que el presentador aplauda su vulgar ocurrencia y el público estalle en una risotada unísona. ¿Por qué de ése éxito? Quizá porque esa función, la expulsión de gases por el tracto rectal, mandato imperativo de la biología, a todos nos iguala y consuela a la parte mala del pueblo llano («sans-coulottes» y chequistas) del resentimiento que le inspiran las clases pudientes, la gente elegante, la flor y nata de la gran sociedad. Es el efecto democratizador de la aerofagia, pues que todos la replican, lo mismo el Papa de Roma, los reyes, la nobleza, que los pinchaúvas, rufianes y menesterosos.
Quim Torra, un señor que por un desconcertante capricho del destino ocupa el cargo de presidente del gobierno regional, recientemente «aireó» en un mitin ante su entregado y selecto auditorio, cuál sería su respuesta en calidad de inculpado en una vista a celebrar en el TSJC… acusado de desobediencia a la Junta Electoral Central que le instaba a retirar de la balconada del palacio de San Jaime una pancarta solidaria con los reos finalmente condenados por sedición, entendiendo la JEC que dicha pancarta atentaba contra el principio de neutralidad exigible a una institución representativa de toda la ciudadanía.
Torra confesó a los presentes, esbozando una risilla traviesa, por lo bajini, que recién «venía de Bescanó de zamparse una contundente ración de butifarra con judías», ornato gastronómico de esa comarca, y que según fueran las preguntas de los magistrados, sus respuestas «saldrían por un lado u otro». Textual. Quien no lo crea que revise esa escena, grotesca e imperecedera a partes iguales, en la videoteca de You Tube. Recuerdo no pocas comilonas familiares en «El Bescanoní», un sencillo figón de los de antes, tras una caminata pintiparada para despertar el apetito por la arbolada senda llamada de Les Deveses, imposible de transitar en la actualidad sin exponerse al arrollamiento por pelotones de ciclistas que la recorren a toda pastilla. Y, así es, le concedo al señor Torra que en Bescanó las raciones siempre fueron abundantes, contundentes.
Causa extrañeza que Quim Torra, culmen majestalicio de la evolución de la especie humana, e impregnado de la infusa sapiencia antropológica de las más sublimes plumas del catalanismo del XIX (tipo Pompeyo Gener y otros chiflados con placa en el nomenclátor urbano de Barcelona), haciendo de todo un Sabino Arana un apóstol del ecumenismo, dijera «que los españoles tienen un bache en el ADN»… cuando, para referirse a sí propio, retrata con exactitud la sencilla morfología de un anélido, esa criatura vermicular de elemental fábrica consistente en un tubito alargado con aberturas en los extremos, una por donde entra el alimento y otra por donde sale. E incluso los hay que sólo disponen de una, por lo que todo cuanto entra, por el mismo conducto sale.
Concedamos que Torra nos hable de «desairarse» ante los magistrados, que no de «descomerse», por lo que se agradece esa delicada deferencia dada la honorabilísima calidad de sus interlocutores. Las palabras de Torra, capaz de expresarse por entrambos canales, según lo requieran las circunstancias, me trae a las mientes las habilidades insólitas de un gurú de la India que, años ha recaló en Barcelona, y presumía de emitir sonidos articulados con el pichelo gracias a la meditación (sesuda o no) y a una serie de sostenidas vibraciones transmitidas por mandato cerebral. A mí esa milonga siempre me pareció un truco asaz rebuscado para ligar con maduritas un pelín descentradas e interesadas en el esoterismo y en una difusa espiritualidad. La pesquisa para verificar su «modus operandi» consistía en aplicar un fonendoscopio al chisme del santón y acercar el oído (ojito que esto se pone más caliente que el culo de una novia pegado a una estufa), y de ese modo llegaban los sonidos al intrépido perito en «nabofonías». Alto, que nadie se llame a engaño, pues su pilila no era una juke-box a la que echar moneditas, ni uno de esos espacios de la radiodifusión antañona donde se admitían las peticiones de los oyentes. De serlo, y por el romanticismo que irradia todo ese singular aparato, yo me pediría, sin dudarlo, «We Belong», de Pat Benatar, mi love-song favorita, pero hay otras, «Venecia sin ti», de Aznavour o «Blue velvet», de Bobby Vinton. La lista es extensa, y para gustos los colores.
La hazaña del santón siempre me recordó los prodigios inverosímiles de los lamas tibetanos descritos en los libros, profusamente divulgados en España durante la década de los 70, de Lobsang Rampa, sea el caso de «El tercer ojo» (y no es un chiste facilón dada las coordenadas por las que transcurre esta disertación). Pero volviendo a Torra, su heterodoxa capacidad para, no sólo emitir sonidos, sino articular una respuesta bien trabada a los señores togados mediante la contracción y distensión, a voluntad, del tubo de escape del que nos dotó la madre naturaleza, evoca y rehabilita la figura maldita del petomán. Sí, ese artista circense denostado, casi furtivo, ataviado por lo general con una indumentaria ridícula, ajustada, verdusca, de superhéroe de la casa Marvel de baratillo, provisto siempre de una máscara como de luchador mejicano para no ser reconocido y no avergonzar a su prole. El «petomán» provocaba la hilaridad del respetable emitiendo hilvanadas, sinfónicas pedorretas al compás de marchas como la Turca, de Mozart, o la de Radetzky, de Johann Strauss. A lo que se ve, las melodías de ritmo marcado, concertado y reiterativo, se adecuan mejor a las habilidades canoras, vedadas al común de los mortales, de esa región aún misteriosa e incógnita de nuestra anatomía.
Dudo si el finado Bigas Luna, introdujo en su obra, influida por el maestro Berlanga, la figura del artista clandestino y crepuscular del «petomán», pues le habría caído como anillo al dedo, pero sí recuerdo que, preguntado por el rodaje de «La grande bouffe», Marco Ferreri confesó que andaba metido de hoz y coz en «una peli de pedos», dicho así, a la pata la llana. Inolvidable es la secuencia en la que Michel Piccoli sumerge un pollo asado en una pecera y bautiza a la nueva especie ictiológica, anfibia, con el atinado nombre de «pez-pollo». Torra, qué gran actor se ha perdido el séptimo arte, habría encajado en el reparto a las mil maravillas, siquiera como secundario con frase… una frase que habría declamado con la vis dramática que al parecer adorna al tramo grueso de su parlanchín intestino. No me cabe la menor duda, habría sido Marco Ferreri, al decir de su filmografía, «una de pedos», el cineasta indicado para rodar el bizarro documental que daría fe a las generaciones venideras de las delirantes y desafinadas vicisitudes de nuestra Cataluña actual. A qué hemos llegado.
PS.- Apreciado lector, si considera que Quim Torra tiene derecho a saberlo, envíe, si le place, este artículo al siguiente enlace: «http//presidencia.gencat.cat», pestaña «bústia electrònica».
